Ahora que el mar ha dejado de ser un muro de agua en torno a las Islas Marías, transcribo las primeras líneas de la novela de José Revueltas (1914-1976), Los muros de agua (publicada por primera vez en 1941, editada y reeditada por Era desde 1978), que da nombre al anunciado nuevo centro cultural.

¿A qué lugar podría ser? El reloj amarillo de la torre, los árboles, aparecieron como un rompecabezas, como un haz de tarjetas, desarticuladas, y luego todo quedó oscuro, impenetrable y silencioso dentro del carro, cuya puerta sonó con ruido de cadenas. Más tarde ya no eran sino los edificios de la ciudad, entrevistos por la estrecha claraboya; edificios de erigida ceniza, rectos, unitarios, pues ya no había esquinas y todo se había tornado un muro, una calle sola y larga, cargada de infinito.

¿A dónde? ¿Con qué rumbo? ¡Si al menos pudieran adivinarse el sentido, la orientación…! Pero el carro iba de izquierda a derecha; parecía, luego, tornar sobre sus propios pasos, como rectificando, y después continuaba en su vértigo, ciego, carente de certeza, desgobernado y sin propósitos, como un carro de la noche, que caminara sin fin. ¿A dónde? ¿A qué destino?

Dentro solo se oía el ruido sordo del motor y la respiración desacompasada del grupo informe, ni siquiera adivinado —el grupo de “políticos”—, que aguardaba ahí lleno de inquietudes, en la oscuridad. ¿Llovía? Debía llover porque de las llantas del carro brotaba un rumor como de arena, suave y de una tranquilidad insólita, que no se comprendía […]

La realidad, como un fardo pesado, era más violenta que cualquier ensueño: de pronto el rumor suave, el rumor tranquilo, monótono, se transformó: ya por la estrecha claraboya podía verse solo una mancha inexpresiva y sin estrellas, y abajo, en los neumáticos, había nacido un tacto misterioso que palpaba la superficie brusca y desconocida, el agua espesa, el sitio desolado por el fango, hollado por la soledad de las cosas lejanas.

¿Dónde se encontraban? ¿Habían dejado la ciudad? ¿Estaban fuera de dónde y en qué sitio?

La primera voz que rasgó el silencio —lo rasgó, en efecto, porque era un silencio de tejidos, de espesos mantos— fue la de Rosario. Se oyó como algo que rompía ese cordel tenso de la angustia, ese vacío terrible donde no cabían siquiera las respiraciones:

—¿A dónde nos llevan…? —dijo, emitiendo las primeras, las anheladas ondas vivas de lo primero humano que se oía.

Sin embargo, todos, al mismo tiempo, temblaron. Precisamente un temblor de las piernas y de las gargantas, una sustancia que se derramaba por el cuerpo, enfriándolo y calentándolo a la vez.

—¿A dónde?

¿A dónde, sí? Ernesto sintió cómo aquellas palabras le habían caído hasta el vientre, resonando, como si se tratase de una caja acústica. ¿A dónde? Y la voz pegaba en un tambor medroso, repitiendo y dejando caer en el cuerpo la sustancia febril, cálida y fría, que estorbaba en la garganta y hacía de la lengua un cuerpo rasposo, grande, torpe, ¿a dónde? ¿A dónde? “Van a matarnos”, pensó. Pero en seguida: “No, es imposible.”

Novedades en la mesa

Gatos ilustres (Grijalbo), de la Premio Nobel de Literatura Doris Lessing, es una autobiografía contada a partir de los gatos que acompañaron a la autora desde su infancia africana hasta su adultez británica.