Para Rossina y Beto, defensores a ultranza

 de una misma e impostergable causa.

 

La única escritora francesa que ha tenido sepelio de Estado, Sidonie-Gabrielle Colette (Saint-Sauveur-en-Puisaye, 1873-París, 1954) es reconocida además por haber contribuido con su talento y su férrea voluntad a combatir el yugo de una tradición donde incluso en los ámbitos artístico e intelectual ha predominado la supremacía machista. Es más, Colette misma fue la principal víctima, dentro de un nutrido séquito de escritores empleados que a destajo y por comisión trabajaban para el primer marido de ella (Henry Gauthier-Villars), seudoliterato y libertino quince años mayor que con descaro y sin empacho firmó (con el seudónimo de Willy) toda la primera, exitosa y polémica secuela de novelas autobiográficas en derredor —alter ego de su autora— Claudine.

Dotada narradora y también reconocida periodista y libretista de espectáculos de revista y cabaret, donde ella misma llegó a actuar, Colette fue autora de un conjunto de novelas febriles que propiciaron una auténtica revolución literaria sobre todo entre las jovencitas que se identificaban con el discurso y la personalidad de una Claudine rebelde e independiente, como preámbulo de la liberación de su propia creadora. Muchos años después de romper amarras con su primer y sátrapa marido, y de haber ganado un justo juicio que le permitió dar real autoría a la mencionada primera serie narrativa de juventud, Colette por fin adquirió el merecido prestigio que se le había negado, de la mano de su celebérrima novela Gigi de 1944, llevada más tarde y con fortuna al cine por Vincente Minnelli en 1958. Acabada la Segunda Guerra Mundial, la convidarían a formar parte de la Academia Goncourt, que desde 1949 y hasta su muerte presidió y, como homenaje de Estado, fue condecorada con la Legión de Honor.

 

Su vida, a la pantalla

Ejemplo de una lucha tenaz y lúcida por revertir un dominio machista que en pleno siglo XXI muestra todavía síntomas inequívocos de oprobiosa resistencia, la primera parte de la vida y obra de Colette han sido llevadas recientemente a la pantalla por el talentoso realizador inglés de cine independiente Wash Westmoreland. Con inteligente guion de Richard Glatzer, Rebecca Lenkiewicz y el propio Westmoreland, Colette (Reino Unido, 2018) no solo resulta ser una estupenda biopic que con justicia trae a la memoria los valiosos legados vivencial y artístico de una célebre escritora francesa de transición y tránsito entre los siglos XIX y XX, sino que también se suma a una ya nutrida y, es cierto, dispareja secuela de ejercicios cinematográficos en torno a sabidos pero no siempre bien recordados movimientos de minorías —y mayorías, como es el caso— en lucha continua e intestina por la defensa de sus derechos absurdamente negados o suprimidos. Se trata, además, como de igual modo se muestra en otras cintas de reciente factura (Ojos grandes  de Tim Burton, o La buena esposa de Björm Runge, por ejemplo), de la artista mujer fantasma transgredida por el abusivo pillaje de un establishment machista que igual viola, como en otros terrenos, el derecho de autor, con alevosía y ventaja.

 

Una estupenda biopic que con justicia trae a la memoria los valiosos legados vivencial y artístico de una célebre escritora francesa de transición entre los siglos XIX y XX.

 

Escritora de tiempo completo

Protagonizada por la aquí extraordinaria Keira Knightley, quien se ha ganado un merecido prestigio por notables primeras partes en otros filmes ingleses de época como Orgullo y prejuicio y Expiación, deseo y pecado, o La duquesa y Un método peligroso, como Colette nos ofrece uno de sus más maduros y trabajados papeles, de impecable factura y con variados registros. Bien la secunda el también británico Dominic West, como el cínico y manipulador Willy que la historia ha borrado tras el genio real de quien sí se convirtió en una formidable escritora de tiempo completo —lectora asidua de maestros como Balzac y Flaubert— y ha dado lustre a las letras francesas. Otras partes destacadas recaen en Fiona Shaw como la madre solidaria con la causa de género, y Eleonor Tomlinson y Aiysha Hart como Georgie Raoul-Duval y Polaire, respectivamente, dos amigas de Colette que la acompañaron en su no menos paradigmática liberación sexual y moral como tema neurálgico tanto de su narrativa como de su más esporádico teatro.

 

Favorable recepción de la crítica y del público

Con música del muy talentoso y prolífico compositor inglés Thomas Adès, autor de interesantes óperas contemporáneas como La tempestad y El ángel exterminador, en homenaje a sus muy admirados Shakespeare y Buñuel, el autor del soundtrack contribuyó a recrear con fortuna la atmósfera de época, utilizando a su vez fragmentos de músicos franceses de su predilección como Saint-Saëns, Debussy, Ravel o Satie. Otro tanto han hecho los responsables de los diseños de fotografía y montaje, Giles Nuttgens y Lucia Zucchetti, respectivamente, en apoyo a una redonda puesta que igual enriquece la trayectoria de un Wash Westmoreland que también ha librado su no menos personal batalla desde su trinchera.

Con una muy favorable recepción de la crítica y del propio público que paradójicamente no resonó en festivales y premios donde no siempre están todos los que son ni son todos los que están, este largometraje sobre Colette nos deja un muy buen sabor de boca, más allá de su injustificada ausencia en certámenes de cada vez más dudosa credibilidad. Y es un extraordinario pretexto también para volver a la literatura esplendida y vivaz de una escritora que se abrió paso a punta de talento y trabajo, amiga cercana de otros importantes polígrafos combativos como Marcel Proust o Jean Cocteau o Paul Valéry, tras la defensa de ideales —por otra parte, también sincera defensora de los animales— que respaldó con convicción y a capa y espada, hasta su muerte (ya octogenaria) acaecida  en 1954. Para verla, aprender de ella y gozarla.