Entre Juan Pablo II y Francisco hay una diferencia notable en su percepción del mundo y sus problemas. En medio está el Papa emérito Benedicto XVI, por muchos considerado como el puente que permitió la transición, sin sobresaltos mayores, entre los pontificados del polaco y del argentino, de suyo polarizados.
En el ámbito teológico, el exceso marianista de Wojtyla, que amenazó la centralidad devocionaria de Cristo en la Iglesia católica, fue matizado por su sucesor, Ratzinger, quien, siendo un experto en el Jesús dios y hombre, revirtió esa tendencia. Como consecuencia Bergoglio tiene una iglesia con devociones bien definidas, situación que le permite poner el acento en la “Teología del pueblo”. Se trata de la versión argentina de la “Teología de la liberación”, que busca aculturar el Evangelio con respeto a la singularidad social y cultural de los pueblos.
Benedicto XVI, tan severo en la preservación de la doctrina de la fe, como crítico de las causas que generan rezagos y pobreza, es también el fiel de la balanza entre la visión conservadora del exarzobispo de Cracovia y el progresismo del religioso bonaerense acerca de sus respectivos diagnósticos de la economía global.
En efecto, con motivo de los cien años de la encíclica Rerum Novarum, publicada por León XIII en 1891, donde se aborda el desafío planteado entonces por el marxismo, un siglo después Juan Pablo II dio a conocer su carta Centesimus annus, que elogia la economía capitalista y de libre mercado. Entre estos dos extremos, paradójicamente correspondió a Benedicto XVI, en su encíclica Caritas in Veritate, matizar el optimismo de Wojtyla y recuperar aspectos vertebrales de la doctrina social de la iglesia que abogan a favor de la justicia y el bien común, ante la probada incapacidad de la globalización para derramar sus beneficios entre todos los pueblos.
Así las cosas, el Papa emérito pavimentó el camino para que Francisco diera a conocer su carta encíclica Evangelii Gaudium y su exhortación apostólica Laudato Si, en las que respectivamente denuncia la cultura del descarte que genera la economía de libre mercado y formula un llamado a preservar el planeta, entendido como la casa común. Ciertamente, ambos documentos pontificios cuestionan la viabilidad de la globalización como hoy opera y son una muy seria advertencia sobre la urgente necesidad de cambiar hábitos de producción, consumo y uso de energías, de tal suerte que se construya un círculo virtuoso entre ética católica y capitalismo democrático.
Siempre polémico, aunque apegado al Concilio Vaticano II, Francisco busca consolidar la globalización de la solidaridad y la civilización del amor. Su objetivo es revertir el deterioro de gaia tellus mater, concepto griego de la “tierra madre” que vive y que no queremos que muera. Por supuesto, el papa ha tocado intereses económicos sensibles y por ello no siempre goza del aprecio de los que todo lo tienen.