La obra ecléctica y policromática de Francis Poulenc (París, 1899-1963) revela no sólo el talento indiscutible de uno de los compositores franceses más dotados de su generación y del siglo XX, sino además el gran oficio de un músico que desde pequeño recibió una muy esmerada educación artística en su hogar. Primero alumno de piano de su propia madre y más tarde de Charles Koechlin y Ricardo Vines que lo introdujo en el intenso mundo cultural parisino de los primeros lustros de la nueva centuria, Poulenc llegó a establecer estrecha relación con otros mayores y valiosos músicos de la época como Erik Satie, y en ese sugestivo ambiente pudo enriquecer su espíritu y empezar a desarrollar su estilo personal. Miembro más que activo dentro del llamado “Grupo de los Seis” que conformó con otros apreciables compositores como Arthur Honneger, Darius Milhaud y su entrañable amigo Georges Auric, acabada la Primera Guerra Mundial, como sus coetáneos buscó construir su obra a través de un lenguaje alejado de las tendencias de moda y crear así un nuevo camino para la música francesa.

Cercano a escritores y otros artistas surrealistas que por diversas vías pretendían una considerable vuelta de tuerca en el quehacer estético, atraídos en particular por el más que revolucionario psicoanálisis freudiano, por entonces afianzó de igual modo un no menos agudo instinto dramático que ya había perfilado con éxito en los terrenos del ballet y de la canción de concierto con textos provocativos y evocadores de su tan admirado Guillaume Apollinaire. A la vez atraído por la obra de los grandes maestros del renacimiento y el barroco de quienes bebió con gran ingenio y sin escrúpulos, tras la consecución de una poética personal tan sólida como estrechamente imbricada con su no menos contrastante época, en el rico y multitonal lenguaje poulenciano se perciben otras muy bien asimiladas influencias de compositores tan disímiles como Verdi, Saint-Saëns, Massenet, Mussorgski, Stravinski, Ravel, Debussy o el propio Satie.

Después de su gran triunfo con Los pechos de Tiresias (1947) a partir del texto homónimo del citado Apollinaire que supuso una confirmación más que exitosa en la escena, Poulenc estreno diez años después ––en la propia Scala de Milán–– su más verista Diálogos de Carmelitas sobre el drama del mismo nombre del también francés Georges Bernanos. A su vez inspirado en la novela La última del patíbulo de la escritora alemana Gertrud von Le Fort, Bernanos recrea con furia la ejecución de las carmelitas de Compiègne guillotinadas en la hoy Place Nation durante el terror de la Revolución Francesa en 1794, y Poulenc adiciona una partitura pletórica de fuerza,  de color y de intensidad dramática, con momentos de un paroxístico lirismo que bien recuerdan el talento poético de un compositor sabio e inspirado; un gran conocedor del instrumento vocal, también da constancia de ello su ulterior y breve La voz humana de 1959, con texto de su no menos dilecto Jean Cocteau que aquí replantea su exitoso drama homónimo de los treinta.

En tres actos y doce cuadros, con libreto del propio autor y Emmet Lavery, esta obra cimera del Poulenc lírico, Dialogue des Carmelites, refleja a su vez el contraste de un espíritu que se sabe bien se yuxtaponía entre lo profano y lo sagrado (lector acucioso, a su vez, de Baudelaire, un crítico lo había definido bien como “mitad hereje, mitad monje”), con lo que sus miedos personales y su sincero catolicismo le hicieron prestar aquí atención a la historia real de una monja en crisis y quien no llegó a encontrar paz espiritual hasta no sacrificarse voluntariamente con sus hermanas. Compositor que tocó con igual fortuna otros géneros y repertorios, como el de cámara (ahí están sus exquisitas sonatas para flauta, clarinete y oboe, o su Sexteto), o el litúrgico (su Gloria y su Stabat Mater, por ejemplo), o de concierto (su Concierto para dos pianos es ejemplar), qué duda cabe que en el operístico alcanzó el summa cum laude precisamente con Diálogo de Carmelitas, donde sorprenden un uso magistral del recitativo y una línea melódica que potencia el texto, con suntuosas armonías y giros arrebatados que bien describen e identifican el estilo del compositor; de su auténtica espiritualidad dan testimonio, por ejemplo, los dilatados arreglos a cappella del Ave Maria y el Ave verum corpus, ambos del Acto II, y estrujante es el sonido distintivo de la hoja de la aterradora guillotina contrastando con el sublime canto de las monjas durante la escena final de la ópera.

En una extraordinaria producción del siempre creativo director de escena inglés John Dexter que sirvió para cerrar la Temporada 2018-2019 de la Metropolitan Opera House de Nueva York, el experimentado teatrista se puso al servicio del original y confirmó por qué esta hermosa obra contemporánea de Francis Poulenc sigue vigente en los escenarios y en el gusto del público. Sirvió de igual modo para rendir tributo al talentoso escenógrafo norteamericano David Reppa, quien en el MET hizo una estupenda carrera y con esta obra había alcanzado uno de sus trabajos mejor calificados y que en su honor se revitalizó. El hermoso concepto visual ha estado acorde con la magnificencia de la obra y el trabajo impecable de la orquesta y de las voces que armonizan en un todo que alcanza momentos sublimes.

Bajo una seria y puntual conducción del franco-canadiense Yannick Nézet-Séguin, quien desde el 2020 será el nuevo Director Musical del MET, en el reparto estuvieron voces femeninas de importante proyección internacional y que pasan por muy buen momento, con la hermosa mezzo norteamericana Isabel Leonard, la sobresaliente soprano wagneriana canadiense Adrianne Pieczonka y la siempre admirable soprano finlandesa Karita Matilla a la cabeza, formidables como Blanche de la Force, Mme Lidoine y Mme de Croissy, respectivamente. Las secundaron, estupendas y a la altura de las circunstancias, la también soprano norteamericana Erin Morley y la mezzo escocesa Karen Cargill. Las voces masculinas, el tenor norteamericano David Portillo y el barítono franco-canadiense Jean-François Lapoint.