Una complicada trama en la que un hombre quiere ser dueño de todo el oro estadounidense es la que se desarrolla en Goldfinger, octava novela publicada por el británico Ian Fleming (28 de mayo de 1908 – 12 de agosto de 1964) y tercera película de las protagonizadas por Sean Connery. Transcribo las primeras líneas de la popular historia.

Bajo el efecto de dos whiskies y sentado en la última sala de espera, del aeropuerto de Miami, James Bond reflexionaba acerca de la vida y la muerte.

Matar gente era parte de su profesión. Nunca le gustó hacerlo, pero cuando se veía obligado a ello empleaba gran pericia y lo olvidaba con facilidad. Como agente secreto con el distintivo de doble cero, la licencia para matar en el Servicio Secreto, su obligación era permanecer tan indiferente ante la muerte como un cirujano. A lo pasado, punto final. El sentimentalismo estaba en desacuerdo con su trabajo, peor aún, la muerte rondaba su alma.

Y, sin embargo, había algo curioso e impresionante en la muerte del mexicano. No que no mereciera morir. Era un hombre ruin, uno de los que en México suelen llamar “capungo”. Una clase de bandido que es capaz de matar por algo tan insignificante como cinco dólares –aunque probablemente se le había ofrecido algo más por atentar contra la vida de James Bond– y viéndolo bien, toda su vida fue un instrumento de dolor y de miseria. Sí, ciertamente su hora había llegado; cuando Bond le dio muerte, veinticuatro horas antes, la vida se escapó de su cuerpo tan rápida e íntegramente que casi pudo verla huir en la figura de un pájaro, como se cuenta en las antiguas leyendas haitianas.

Bond echó un vistazo a su mano derecha que había sido el arma homicida. El borde estaba rojo e hinchado, pronto dejaría ver una magulladura. La dobló mientras la sobaba con la izquierda. Varias veces había hecho ese mismo movimiento durante el vuelo que lo trajo hasta allí. Era un proceso doloroso, pero si lograba mantener la circulación mejoraría más rápido. Nadie podía afirmar cuán pronto sería necesario usarla nuevamente. Una sonrisa de cinismo se dibujó en sus labios.

“National Airlines anuncia la salida de su vuelo NA 106, con destino a La guardia, Nueva York. Por favor abordar por la salida número 7”. Los altavoces se apagaron dejando el eco de la voz que avisó la salida. Bond miró su reloj. Transcurrirían por lo menos diez minutos antes de que llamaran a los pasajeros de Transamérica. Llamó a la camarera y ordenó otro whisky doble con hielo.

La muerte del mexicano había sido el toque final de una desafortunada misión, una de las peores. Peligrosa, desagradable y sin ninguna circunstancia atenuante, excepto que lo había alejado de la jefatura, su centro de operaciones.

Un hombre importante poseía algunos cultivos de amapolas. Las flores no se empleaban para fines decorativos. De ellas extraían opio que luego era vendido rápidamente a precios favorables por los meseros de un pequeño café llamado “Madre del Cacao” en la Ciudad de México…

 

Novedades en la mesa

La más reciente novela de la japonesa Hiromi Kawakami, El cielo es azul, la tierra blanca (Alfaguara), se ha posicionado ya como favorita en el tema del amor.