Algunos investigadores, de reconocido prestigio, sostienen que la Tercera Guerra Mundial ya ha comenzado, y uno de los factores más importantes para su afirmación es la guerra comercial emprendida entre Estados Unidos y China. No concuerdo con su planteamiento, porque creo –y además espero– que para que se despliegue una Tercera Guerra, sigue operando el poderoso argumento de disuasión que funcionó durante el siglo XX y lo que va del XXI y que es, contradictoriamente, el gran desarrollo que han tenido, después de Hiroshima y Nagasaki, las armas nucleares. Ese desarrollo significa que en una Tercera Guerra Mundial, que sería ineludiblemente con armas nucleares, no puede haber vencedor, sino al contrario el riesgo de aniquilación de la humanidad.

Aunque no coincida con el planteamiento de estos científicos sociales, sí entiendo las razones que los han llevado a tal conclusión. La realidad actual del mundo presenta enormes similitudes con la que precedió a la Segunda Guerra Mundial. Entre ellas, dos me parecen las más importantes. La primera es el avance de las organizaciones de extrema derecha, que han llegado incluso a la toma del poder en numerosos países, así como el fortalecimiento de un rabioso racismo, enfocado ahora contra los migrantes, y aun el surgimiento de un neofacismo, que aparece más nítido en Estados Unidos, pero que no se circunscribe a ese país. La segunda similitud, es que también en los treintas, como ahora, una crisis estructural del capitalismo, provocó la respuesta de intentar enfrentarla con un alza de aranceles en Estados Unidos y en otros países, buscando proteger a sus mercados de la competencia externa. Esas alzas se identificaron como una guerra comercial, que finalmente desataría las acciones bélicas. También entonces, como hoy, el sustento del fascismo fue el gran capital financiero.

Por eso, porque en aquel tiempo se identificó a la guerra comercial, como una de las causas fundamentales de la Segunda Guerra Mundial, se crearon, a su término, además de la ONU, tres organismos para intentar impedir que se volviera a recurrir a esos mecanismos: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y el Acuerdo General de Aranceles y Comercio (el GATT), que más tarde se convertiría en la Organización Mundial del Comercio.

Por supuesto, otro elemento que no he mencionado, pero es determinante, es que la guerra comercial, entonces como ahora, no sólo busca proteger a las economías de la competencia externa, sino que es el campo de batalla fundamental en la lucha por la hegemonía económica de la que se derivan, finalmente (aunque no de manera mecánica) la hegemonía política y militar.

En el caso de la guerra iniciada por Estados Unidos contra China (y dicho sea de paso también contra Europa, Canadá y México), lo más evidente es la lucha por la hegemonía. Ciertamente China es el principal socio comercial de EU, es decir, ocupa el primer lugar tanto en las importaciones como en las exportaciones de Estados Unidos, lo que ha significado un significativo déficit para el país del norte. Supuestamente, el alza de los aranceles por 50 mil millones de dólares y la amenaza de otra alza por 200 mil millones, está enfocada a abatir el déficit de Estados Unidos, pero no sólo por la respuesta de China de también elevar sus aranceles a los productos de EU sino por las condiciones de la economía internacional, con un proceso de globalización tan avanzado, es claro que el aumento de impuestos al comercio tienen efectos negativos para las economías de China y Estados Unidos. Y desde luego, para la economía mundial, pues diversos organismos internacionales ya han señalado que puede propiciarse una recesión y el descenso de la producción mundial con las consecuencias sobre el desempleo y la caída del ingreso en el conjunto de países.