Vida y obra de Malcolm Lowry (28 de julio de 1909-1926 de junio de 1957) se cruzan y confunden al igual que las compulsiones que lo gobernaban: la literatura y el alcohol. Y la mejor muestra del talento literario de este escritor inglés que vivió varias décadas en México, y de su impulso destructivo se funden en su novela más reconocida, Bajo el volcán, de la cual transcribo las primeras líneas.
“Dos cadenas montañosas atraviesan la República, aproximadamente de norte a sur, formando entre sí valles y planicies. Ante uno de estos valles, dominado por dos volcanes, se extiende a dos mil metros sobre el nivel del mar, la ciudad de Quauhnáhuac. Queda situada bastante al sur del Trópico de Cáncer; para ser exactos, en el paralelo diecinueve, casi a la misma latitud en que se encuentran, al oeste, en el Pacífico, las islas de Revillagigedo o, mucho más hacia el oeste, el extremo más meridional de Hawaii y, hacia el este, el puerto de Tzucox en el litoral atlántico de Yucatán, cerca de la frontera de Honduras Británica o, mucho más hacia el este, en la India, la ciudad de Yuggernaut, en la bahía de Bengala.
Los muros de la ciudad, construida en una colina, son altos; las calles y veredas, tortuosas y accidentadas; los caminos, sinuosos. Una carretera amplia y hermosa, de estilo norteamericano, entra por el norte y se pierde en estrechas callejuelas para convertirse, al salir, en un sendero de cabras. Quauhnáhuac tiene dieciocho iglesias y cincuenta y siete cantinas. También se enorgullece de su campo de golf, de multitud de espléndidos hoteles y de no menos de cuatrocientas albercas, públicas y particulares, colmadas por la lluvia que incesantemente se precipita por las montañas.
En las afueras de la ciudad, cerca de la estación del ferrocarril, se yergue, en una colina ligeramente más alta, el hotel Casino de la Selva. Está situado bastante lejos de la carretera principal y lo rodean jardines y terrazas que, en cualquier dirección, dominan un amplio panorama. Aunque palaciego, lo invade cierta atmósfera de desolado esplendor. Porque ya no es un casino. Ni siquiera se pueden apostar a una partida de dados las bebidas que se consumen en el bar. Lo rondan fantasmas de jugadores arruinados. Nadie parece nadar jamás en su espléndida piscina olímpica. Vacíos y funestos están los trampolines. Los frontones desiertos, invadidos de hierba. Sólo dos campos de tenis se mantienen en buen estado durante la temporada.
Hacia la hora del crepúsculo del Día de Muertos, en noviembre de 1939, dos hombres, vestidos de franela blanca, estaban sentados bebiendo anís en la terraza principal del Casino. Habían jugado primero al tenis, luego al billar, y las raquetas envueltas en fundas impermeables y cautivas en sus prensas –la del doctor, triangular, la del otro, cuadrangular– descansaban frente a ellos en el parapeto. Mientras se acercaban las procesiones que descendían serpeando por la colina detrás del hotel, llegaban hasta ambos los sonidos plañideros de sus cánticos; volviéronse para ver a los dolientes, a los que sólo pudieron distinguir poco después, cuando las melancólicas luces de sus velas comenzaron a girar entre los lejanos haces de los maizales. El doctor Arturo Díaz Vigil acercó la botella de Anís del Mono a M. Jacques Laurelle, que ahora se asomaba, absorto, por encima del parapeto.”
Novedades en la mesa
Días terminales (Lectorum), es una colección de cuentos de Alejandro Ordorica Saavedra, que se presentó la semana pasada en la librería Rosario Castellanos, del Fondo de Cultura Económica.