Cuando no escucho la música, me falta algo,
pero cuando la escucho, es cuando de verdad me falta algo.

Robert Walser

 

Hermano menor del reconocido pintor y escenógrafo Karl Walser, el estupendo y sui generis poeta, narrador y dramaturgo suizo –de habla alemana– Robert Walser (1878-1957) se ha convertido en un escritor de culto, sobre todo a raíz de que célebres escritores de su tiempo como Rilke, Kafka, Musil, Hesse, Morgenstern y Seelig (su gran amigo, mecenas y editor) reconocieron tanto el valor como la originalidad de su escritura. Autor fino e ingenioso, sensible y agudo, poseedor de una desbordada imaginación, el propio creador de La metamorfosis solía leerlo en voz alta, según lo hemos sabido a través de su entrañable amigo Max Brod, porque dice que se identificaba con él y le producía gran gozo.

Motivo de estudio de otros personajes de la talla de Walter Benjamin y Stefan Zweig que vieron en él a un escritor original e influyente, la concentrada y a la vez ecléctica obra de Walser está hondamente marcada por el desequilibrio, la enfermedad y la muerte que lo persiguieron a lo largo de toda su vida. Maestro indiscutible del relato corto, de la filigrana poética, del drama concentrado (dramolette), del llamado micrograma modernista del que fue uno de sus creadores y mayores exponentes, la vida creativa de Walser estuvo condicionada por largos periodos de silencio propiciados por la esquizofrenia heredada de su madre y de la que otros dos de sus seis hermanos fueron de igual modo víctimas, si bien la escritura significó siempre en su caso, durante esos largos momentos de ausencia, un auténtico bálsamo catártico. Un extraordinario poeta ya fuese en verso o en prosa, o incluso en el terreno dramático –siempre quiso además ser actor, y más tarde músico, sus otras dos grandes pasiones–, la vida y la obra de Walser constituyen un mismo y extendido epicentro de dolorosas o gozosas reminiscencias, si bien la imaginación desbordada del exquisito fabulador suele esconderse tras la construcción de inefables metáforas y alegorías.

Quien a lo largo de su vida tuvo que emplearse en muchos otros trabajos y oficios, sin embargo siempre se supo escritor por vocación y de tiempo completo, aun en esos dilatados espacios de imperativo encierro que si bien suponían una inminente renuncia temporal a la libertad creativa, en cambio no al poder apenas agazapado de la imaginación. Perseguido por el dolor y la incertidumbre, por el aislamiento y la soledad, la obra siempre luminosa y reveladora de Robert Walser se significa sobre todo por el deseo de compartir y disfrutar la vida. Su propio carácter nómada es un claro reflejo de este instinto que se sobrepone a la adversidad a través del acto mismo de crear, de recrear, de ahí la presencia en su obra de igual modo inmanente de la naturaleza que se solaza en el ser, en el existir, en lo espontáneo. Y uno de sus periodos más felices y productivos fue cuando estuvo en Berlín, consagrado de lleno a la escritura, cuando concibió, al hilo, sus tres grandes novelas: Los hermanos Tanner de 1907,​ El ayudante de 1908 y el ya clásico Jakob von Gunten de 1909, coincidiendo con una muy intensa actividad periodística.

Pero Walser es sobre todo el gran maestro de la forma breve en alemán, como lo es Azorín en español, y muchos de estos hermosos textos vieron primero la luz en periódicos suizos o alemanes. Títulos ya clásicos en el género, de esta misma dilatada época de ferviente escritura, son Ensayos de 1913, Historias de 1914, Breves fantasías de 1915, Piezas en prosa de 1916, Prosa breve y el más extenso El paseo de 1917, Vida de poeta de 1918, Comedia de 1919 y Seeland de 1920.​ Ya de vuelta en Suiza, en Berna, redactó, en 1921, su novela Theodor, y luego de un paulatino receso, en 1925, el también misceláneo La rosa, su último libro publicado en vida, además de algunos antológicos editados por su siempre leal Carl Seelig. En esta época desarrolló particularmente su característico micrograma, modalidad con un valor literario intrínseco y cuya importancia en términos de crítica genética y textual permite ver el proceso de escritura, reescritura y adaptación que Walser consiguió trabajar casi como un artesano.

Dentro de la amplia Biblioteca Walser que la Editorial Siruela ha publicado para rendir tributo a un escritor que con justicia se ha ido revalorando, gracias al juicio de otros importantes polígrafos contemporáneos como Elías Canetti, Susan Sontag, Coetzee, Claudio Magris o Enrique Vila-Matas en nuestro idioma, acaba de aparecer otro hermosísimo misceláneo (Lo mejor que sé decir sobre la música) que bien sirve de ejemplo para resaltar el talento inusitado de este escritor solitario con el texto breve y profundo. Escritos en verso, escritos en prosa, microdramas, igual dan testimonio del enorme talento poético de quien también era un elocuente pintor y un inspirado músico de la lengua alemana, donde se develan sus muchos y variados conocimientos y su notable sensibilidad en torno a otra de sus grandes pasiones. Su fina y concentrada escritura, con textos de mayor o menor aliento, decantan la inteligencia y el don de un polígrafo que encontró una vena expresiva muy personal y la desarrolló como pocos. Lo mejor que sé decir sobre la música es, de igual modo, la expresión decantada de quien también disfrutaba mucho un arte supremo del que bien Nietzsche dijo sin el cual la vida sería un error. En impecable traducción de Rosa Pilar Blanco, y en una muy bella y bien atendida edición, el cuidado y el ilustrativo prólogo son de Roman Brotbeck, Reto Sorg y Gelgia Caviezel.