Para Ian, con amor por sus primeros tres años de vida.
Pronto irá a la escuela
.

 

Las escuelas son instituciones sólidas, tienen reglas de funcionamiento propias. Unas derivadas de leyes, otras de usos y costumbres, de prácticas arraigadas por el paso del tiempo y el hacer repetido curso tras curso.

Cuando una reforma que inicia en la cumbre del poder político llega al sanctum de la educación, el salón de clases –como en Finlandia, Singapur o Corea, por mencionar a las estrellas de las pruebas PISA o Cuba en nuestro hemisferio– tuvieron que cumplir con tres condiciones fundamentales. Compromiso político del liderazgo nacional, composturas pertinentes y tiempo, mucho tiempo.

Esas tres disposiciones se engarzaron con aspiraciones de ciudadanos por una mejor educación y de docentes comprometidos con su profesión. Claro, también enfrentaron resistencias, pero las superaron porque los reformistas supieron acoplar la persistencia cultural a los cambios propuestos. Ninguna reforma exitosa se hizo sin contar con el magisterio, pero el liderazgo tampoco le consintió muchos desvíos.

En las reformas mexicanas, las esas condiciones se han sobreseído. El empeño de los gobernantes se pone en la oratoria y en cambios legales. Se embarcan en grandes discusiones y consultas para que los consultados coincidan con las ideas rectoras. Hacen esfuerzos por presentar sus estrategias con planteamientos programáticos que se abandonan a su suerte. A veces se dan los primeros pasos con cierto crédito, como la descentralización educativa, para luego dejar en manos del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación bastantes espacios de poder.

Sigamos con el Acuerdo para la modernización de la educación básica, de 1992, aquel que impulsó el gobierno de Carlos Salinas de Gortari. Los gobernadores de los estados, a quienes el gobierno central les transfirió grados de autoridad, pero no poder, no coincidían con los afanes del presidente. Eran parte de la cúpula dirigente, pero recibieron un sistema con rutinas contaminadas por el control que ejercían los líderes del SNTE; eran los tiempos de ascenso de Elba Esther Gordillo, de la mano de Manuel Camacho.

En el gobierno de Ernesto Zedillo se evaluó el daño que se hacía al erario por abusos de los líderes sindicales que controlaban la Carrera magisterial, pero no se calibró el perjuicio que tal dominio causaba a los maestros de base. El gobierno introdujo el factor de corrección, un dispositivo para disminuir las trampas en la asignación de puntos. El resarcimiento fue exiguo, apenas tocó la superficie de una estructura de corrupción profunda.

El gobierno también creó el Fondo de Aportaciones para la Educación Básica como otro mecanismo de remedio a las desigualdades en el financiamiento, pero dirigentes sindicales y gobernadores se hicieron de él, lo dedicaron a crecer sus haciendas personales y a incrementar el clientelismo. El poco compromiso político y las composturas no rindieron frutos.

En los tiempos del PAN la política fue para favorecer a la camarilla dirigente del sindicato. El Compromiso social por la calidad de la educación, con Vicente Fox, y la Alianza por la calidad de la educación, que firmó el gobierno de Calderón con la señora Gordillo más que favorecer a las escuelas consolidaron al neocorporativismo sindical. No puede decirse que introdujeron remedios para curar el mal; lo agravaron.

La reforma del gobierno de Enrique Peña Nieto comenzó con brío. Tuvo aciertos y fallas. La consigna de la Escuela al centro apuntaba en la dirección correcta. El Servicio Profesional Docente, al mismo tiempo que ponía el acento en la evaluación implicó una oferta de profesionalización a los maestros, pero el gobierno nunca supo explicarles. Eran las vías para llegar al sanctum, para conquistar la voluntad de los maestros.

Si bien el gobierno cometió errores –el garrafal: permitir que el subsecretario de Gobernación abriera la chequera para “controlar” a la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación– fueron factores externos –como la corrupción y la violencia– y la oposición las que al final la enterraron. El poco tiempo fue el elemento clave.

Hoy tenemos una reforma abigarrada de palabras. Una retórica incendiaria en contra del pasado, un pacto del presidente López Obrador y del alto funcionariado de la Secretaría de Educación Pública con la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación y otros dirigentes sindicales. Morena los secunda.

Las consignas de la Nueva escuela mexicana y el Acuerdo Educativo Nacional comienzan a tomar forma en términos cercanos al magisterio. No trata de componer defectos de la reforma anterior, pretende –aunque en rigor no sea cierto– partir de cero. Renacen el concepto de escalafón, el del maestro apóstol, talleres de tecnología en secundaria y la idea de evaluación como aquella que ejerce el docente. Por una parte, rescata la cultura tradicional de los docentes y, por otra, aunque no lo diga en forma abierta, retoma ciertas iniciativas de la reforma del gobierno anterior: los clubes, fortalecer la educación cívica y ética. Además, parece, aunque no lo especifique, que incorporan ciertas “ideas viajeras”, por más que se reniegue de la globalización y el neoliberalismo.

Por ejemplo, la guía del taller para entender la Nueva escuela mexicana recomienda a los maestros que incorporen pausas activas dentro del salón de clases, que organicen juegos y otras innovaciones por las que se ha hecho famosa la educación de Finlandia.

Sin embargo, por más que quiera acelerar el paso, el gobierno de López Obrador no tendrá tiempo suficiente para llegar al sanctum, pero sí para fortalecer al neocorporativismo sindical, a la CNTE en particular.