El hombre de Salem, Nathaniel Hawthorne (4 de julio de 1804 – 19 de mayo de 1864), tenía 45 años cuando fue despedido de su empleo de inspector de aduanas. Al darle la noticia a su esposa, ella le dijo: “Entonces puedes escribir tu libro”, y él comenzó La letra escarlata, la trágica historia de adulterio en un pueblo puritano, que le daría un indiscutible lugar en el universo de las letras. “Durante los últimos años no he vivido, sólo he soñado que he vivido”, escribió en ese tiempo a un amigo. La novela empieza con “La aduana”, una introducción autobiográfica. Aquí transcribo el primer capítulo (tomado de la traducción de Josefina González de la Garza para la edición SEP-UNAM, 1982).

“I. La puerta de la prisión. Una multitud de hombres barbados, vestidos de colores sombríos y grises sombreros de copas puntiagudas, entremezclados con mujeres –algunas de las cuales llevaban capuchones y otras traían la cabeza descubierta–, estaba congregada frente a un edificio de madera, cuya puerta, tachonada con pernos de hierro, era de resistente roble.

Los fundadores de una nueva colonia, no importa cuál haya sido originalmente el proyecto utópico de virtud humana o de felicidad que hayan podido tener, han reconocido invariablemente como una de las primeras necesidades prácticas el asignar una porción de terreno virgen para el cementerio y otra porción para la prisión. De acuerdo con esta regla, podemos dar por sentado que nuestros ancestros en Boston habían construido su primera cárcel en algún lugar cerca de Cornhill, al mismo tiempo que habían elegido como el primer cementerio, el lote de Isaac Johnson y los alrededores de su tumba, la que después se convirtió en el centro de todos los sepulcros congregados en el viejo cementerio de King’s Chapel. Cierto es que, como quince o veinte años después de la fundación de la ciudad, la cárcel de madera mostraba ya la huella de la intemperie y otras indicaciones del paso del tiempo que le daban un aspecto aún más sombrío a la adusta y lúgubre fachada. El óxido en la pesada cerradura de hierro de la puerta de roble la hacía parecer más antigua que ninguna otra cosa del nuevo mundo. Como todo lo que concierne al delito, parecía no haber conocido jamás una época de juventud. Enfrente de este horrible edificio, y entre él y las huellas de las carretas en la calle, había un terreno lleno de hierba, en el cual habían crecido desordenadamente la bardana, la cizaña, la manzana del Perú y todo tipo de maleza que evidentemente encontraba algo que le atraía en ese suelo, que tan temprano había cobijado a la flor negra de la sociedad civilizada: una prisión. Pero a un lado del portal, con las raíces casi en el umbral, había un rosal silvestre cubierto, en ese mes de junio, con sus delicadas joyas, las que podría imaginarse que ofrecían su fragancia y su frágil belleza al prisionero que entraba o al criminal condenado, al salir, a enfrentarse a su destino, como prueba de que el corazón generoso de la naturaleza puede condolerse y ser bondadoso con él.

Este rosal, por una extraña casualidad, se ha conservado a través de la historia; pero, si es que simplemente sobrevivió en el severo yermo tanto tiempo después de que cayeron los gigantescos pinos y robles que originalmente le dieron sombra, o si, como hay motivos para creer, brotó bajo las pisadas de la santa Ann Hutchinson cuando ella traspasó la puerta de la prisión, no tomaremos la responsabilidad de resolverlo…”

 

Novedades en la mesa

Los convidados de agosto (Era) de Rosario Castellanos. El libro reúne tres cuentos breves y una novela.