El vacío en el teatro permite
que la imaginación llene los espacios
Peter Brook

Peter Brook (Londres, 1925) confirmó desde la pubertad su férrea vocación teatral, y a sus más de noventa años sigue siendo, todavía en activo, el eterno enfant terrible de la escena. Hijo de judíos letonios emigrados, empezó su notable carrera como director nada más y nada menos que con Shakespeare, por la puerta grande, con el dramaturgo moderno por excelencia con el que otros tantos acaso llegan a doctorarse. Siendo su autor de cabecera, su modelo mayor de poesía y de teatralidad, de humanidad vertida sobre el escenario, tuvo además en La tempestad (uno de los pináculos del genio inigualable de Stratford, entre otras ilustres lecturas, motivo de la famosa sonata homónima para piano Opus 31 de Beethoven), su Biblia dramática, a la cual ha regresado en muchas ocasiones en sus más de setenta años de ininterrumpida carrera. Él mismo ha confesado que esa pasión shakesperiana la heredó de su padre, su primer maestro en materia literaria, quien en su juventud había combatido al zarismo y precisamente en el autor de Hamlet había encontrado refugio en los años más oscuros de la revolución y de la instauración del nuevo régimen.

Egresado de Oxford, y si bien había participado antes en una mediana versión cinematográfica de la novela El viaje sentimental de Lawrence Sterne –autor a su vez de esa revolucionaria y gozosa nove​la dieciochesca que es Tristram Shandy–, Brook hizo su primer trabajo como director en 1943, con una puesta igualmente discreta del Doctor Fausto de Marlowe. Pero su debut real, al menos el que él mismo contabiliza como verdadero arranque profesional, con apenas veinte años, lo hizo dos años después en el Birmingham Rep, de la mano Barry Jackson, ​quien lo ayudó a empezar por lo alto en la Royal Shakespeare Company. Un director tan precoz como visionario, y con el aval de quien lo había descubierto, por esos años debutaría de igual modo en la casa de la ópera por excelencia de Londres –y una de las de mayor tradición en el mundo­­–, el Covent Garden, con un montaje de La bohemia, de Puccini, que igual llamó la atención por tratarse de un director tan joven y prometedor. De hecho, entre 1947 y 1950 asumió la dirección de la Royal Opera House donde, entre otros célebres montajes de la época, destacó su producción de Salomé, de Richard Strauss, con el vestuario diseñado por Salvador Dalí.

Ya totalmente inmerso en la vida teatral londinense de mediados de siglo (La máquina infernal de Cocteau o El círculo vicioso de Sartre o El balcón de Genet o Días difíciles de Beckett o La visita de la vieja dama de Dürrenmatt, montajes anclados en las difíciles circunstancias que entonces se vivían), en medio de los complicados años de depresión que había dejado la Segunda Guerra Mundial y el papel decisorio que había tenido Inglaterra en la misma, Peter Brook continuó su notable ascenso con una muy mencionada versión fílmica de The beggars opera, de 1953, una transposición de la obra homónima del importante poeta y dramaturgo inglés John Gay adaptada por Christopher Fry, protagonizada Laurence Olivier y Dorothy Tutin. Entre la escena y los sets, en 1960 hizo otra adaptación no menos bien recibida de la hermosa novela Moderato cantabile, de la francesa Marguerite Duras, estelarizada por Jeanne Moreau y Jean-Paul Belmonde. De 1963 es su versión cinematográfica de El señor de las moscas, de William Golding, la primera, con guión del mismo Brook, por la cual fue nominado al Globo de Oro en el Festival de Cannes.

Si bien entre 1962 y 1970 fue Director del Royal Shakespeare Theatre en Stratford, con montajes novedosos del catálogo shakesperiano que acrecentaron su prestigio (se recuerda en particular uno célebre de Sueño de una noche de verano), no se desvinculó del todo del séptimo arte que igual lo había atrapado. Su pasión por la ópera lo llevó a hacer primero una lectura de La cabalgata de las valquirias, desde luego pensando en la primera jornada de El anillo del Nibelungo de Richard Wagner, de 1967, año en que de igual modo llevó a la pantalla su peculiar y exitosa lectura del clásico dramático “de la crueldad” Marat/Sade, de Peter Weis, que también hizo después en el teatro con no menos buena fortuna. De 1968 es Tell me lies, a partir de US del dramaturgo británico Denis Cannan, y de 1971, su ya clásico Rey Lear shakespereano que igual tiene entre sus textos de cabecera, con su admirado actor Paul Scofield e Irene Worth. Después vendrían Encuentros con hombres notables, de 1979, con Terence Stamp, y quizá su despedida del cine, La tragedia de Carmen, de 1983, que es su muy sui generis lectura de la novela ––en tres episodios–– de Mérimée y la propia ópera de Bizet, con tres distintas mezzosopranos (Hélène Delavault, Zehava Gal y Eva Saurova) y dos diferentes tenores (Laurence Dale y Howard Hensel). Igual dirigiría óperas más modernas, como Peleas y Melisande, de Debussy.

Motivado por su maestro Jean-Louis Barrault que lo había invitado a formar parte del Teatro de las Naciones, desde 1971 estableció su residencia en París y fundó, junto con Micheline Rozan, el Centro Internacional de Investigación Teatral, denominado actualmente Centro Internacional de Creaciones Teatrales que todavía dirige. También encabezó, entre 1974 y 2010, el teatro parisino Les Bouffes du Nord, donde en 1985 presentó la muy trabajada puesta Mahabharata, obra de proporciones wagnerianas que ha llevado por todo el mundo y de la que igual dirigió sendas versiones cinematográfica y para televisión. En 1989, con motivo del Año de los Derechos y Libertades del Hombre, estrenó ¡Levántate, Albert!, cruda experiencia de vida sobre la discriminación racial en África que igual ha presentado en múltiples países que padecen el ignominioso racismo, al frente de una compañía multicultural que aboga por la tolerancia y la inclusión.

Recientemente galardonado con el Premio Princesa de Asturias de las Artes, qué duda cabe que el ya nonagenario director inglés Peter Brook ha sido uno de los personajes más influyentes del teatro contemporáneo, siempre inquieto transgresor que ha contribuido al quehacer escénico ––y cinematográfico, y operístico–– con ideas brillantes, innovadoras y hasta arriesgadas. Entre sus libros de continuas referencia y consulta entre la gente de teatro, su ya también clásico El espacio vacío reproduce muy bien las que han sido su filosofía de vida y su visión del propio hecho teatral ––o más bien dramático, para incluir sus otras querencias arriba mencionadas de la ópera y el cine––, conforme el arte constituye para él más una permanente búsqueda que una consecución de recetas establecidas e inamovibles. Él mismo siendo un revolucionario, y como bien escribió Milan Kundera refiriéndose a su vez al arte de la novela, el teatro, como un hecho no sólo útil sino necesario, siempre experimental, debe contribuir a una similar indagación todas las veces  inacabada de la esencia del ser. Ese espacio vacío al que se refiere, libre de distractores innecesarios, nos lleva a enfrentarnos con nuestra propia naturaleza proclive a la imperfección, entonces desnuda, presa de una soledad metafísica que el arte sólo consigue aminorar ––o agravar, al subrayarla y revelárnosla–– conforme nos acerca a nuestros más hondos miedos y angustias.