De acuerdo con Max Weber, las leyes son parte de las categorías fundamentales de la dominación legal, es el afianzamiento de la racionalidad burocrática. Ésta implica actividad continua; competencias; un ámbito de deberes y distribución de funciones. Además, el poder de mando necesario para su realización y el monopolio de los medios coactivos.

El gobierno federal, el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación y los gobiernos de 31 estados firmaron el Acuerdo para la modernización de la educación básica (el Acuerdo), el 18 de mayo de 1992. En su momento, tanto voceros oficiosos como analistas serios lo catalogaron como un parteaguas en la historia de la educación en México. A finales del mismo año, el presidente Salinas de Gortari envió una iniciativa de reformas al artículo 3º de la Constitución que instituyó la obligación de la secundaria para que, junto con el preescolar y la primaria, formaran la educación básica. Además, trazó una la distribución de competencias entre el gobierno central y los estatales. En 1993, llegó la Ley General de Educación.

La narrativa del secretario de Educación Pública, Ernesto Zedillo, intentó colocar el Acuerdo en la agenda púbica como pieza central del “nuevo federalismo”. Y parecía que sí. Pero fue apariencia. Un grupo de colegas y yo hicimos investigación en 10 estados y encontramos que, en lugar de federalismo, es decir, repartición de competencias donde la “soberanía” de los estados fuera el canon, emergió lo que denominamos “centralismo burocrático”.

Este centralismo, en contraste con lo que implica un régimen federal, se montó sobre cuatro mecanismos de control que determinaron la actividad continua del hacer del sistema educativo mexicano: jurídico, técnico, financiero y –aquí el quid– político. Por diseño y perspectiva, el gobierno de Salinas permitió que el SNTE continuara vigente como una organización corporativa, centralista y gobernada por la camarilla con la que había firmado el Acuerdo (Cf. Carlos Ornelas, Política, poder y pupitres, México: SigloXXI Editores, segunda edición, 2010).

En el reparto de funciones, el gobierno federal agarró la tajada del león. Concentró las actividades que implicaban poder y transfirió a los estados porciones de autoridad y recursos financieros que, aunque fueron crecientes, resultaron insuficientes para lidiar con las secciones del SNTE. Éstas, bajo el liderazgo de Elba Esther Gordillo, colonizaron el gobierno de la educación en los estados y el Comité Ejecutivo Nacional del SNTE cogobernó (el término es de Pablo Latapí) en la Subsecretaría de Educación Básica hasta que, en el gobierno de Felipe Calderón, coronó su maniobra y obtuvo el control total del sector.

Los gobernadores, todos, de todos los partidos, fueron sometidos a las reglas que imponían las facciones del SNTE. Éstas eran las que tenían el mando. La corrupción en el sector llegó a su esplendor cuando se institucionalizó la herencia (la compraventa ya existía) de plazas. La racionalidad burocrática perdió racionalidad. La ilegitimidad se transfiguro en actividad continua normal y cotidiana.

La historia es conocida. Enrique Peña Nieto intentó recuperar el ámbito de los deberes del gobierno con la reforma educativa. Algo caminó rumbo a la descolonización del gobierno de la educación básica; pudo frenar (que no eliminar por completo) la herencia y compraventa de plazas, aunque para ello recentralizó el pago de la nómina. “Sólo el gobierno podría depurarla de vicios”, dijo alguna vez el secretario de Educación Pública, Emilio Chuayffet.

También centralizó el sistema de información y la asignación de plazas. Con ello modificó la distribución de funciones y competencias. Pero las facciones del SNTE se opusieron. El gobierno actuó con fuerza y audacia, cual león y zorro –diría Maquiavelo– y encarceló a Elba Esther Gordillo. Pero equivocó la estrategia contra la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación. No obstante, cuando el secretario de Educación Pública, Aurelio Nuño, desplazó a la Secretaría de Gobernación de las negociaciones redujo buena porción de su acción, no la derrotó.

Acaso fue al revés, la CNTE –ya en alianza con el presidente López Obrador– vapuleó a la reforma, si bien en la actividad cotidiana sobreviven porciones importantes de aquel diseño. Las enmiendas del 15 de mayo de 2019 al artículo 3º mantienen vigente al centralismo burocrático. Además, tiende a agudizarse al mismo tiempo que las facciones del SNTE recuperan territorios. En los hechos, los gobernadores ya no pintan. Todos quieren regresar al gobierno federal el control de la educación básica, no nada más de la nómina.

Y tienen razones de peso para ello. No disponen de los medios coactivos para efectuar las tareas continuas de la educación. Son como el jamón del sándwich, entre la SEP y el SNTE. Tienen deberes, pero pocos activos para el ejercicio de la autoridad.

En una entrevista reciente (Mundo de la Educación, No. 15) el secretario Esteban Moctezuma Barragán aseguró: “A través de una consulta democrática modificamos los artículos 3º, 31 y 73 de la Constitución y construimos el Acuerdo Educativo Nacional, expresado en las leyes educativas secundarias”.

Esas leyes entierran en definitiva al Acuerdo de 1992. La narrativa de la ley puede ser defendible, pero en la práctica parece que el Acuerdo Educativo Nacional poco a poco traspasará a las facciones del SNTE la actividad continua del sistema escolar, tendrán más competencias (la “regularización” de 160 mil maestros interinos es una evidencia fuerte), regirán en el ámbito de deberes y quizás el presidente López Obrador les otorgue más mercedes en la nueva distribución de funciones.