La violencia en contra de las mujeres y las niñas se mantiene como una vergonzosa constante en la sociedad mexicana de hoy. El año pasado se contabilizaron 1006 feminicidios, con un alza de cerca del 10 por ciento del año anterior. Crímenes en los cuales el detonador de la conducta del agresor es la condición de niña o mujer.

En un entorno donde una y otra son sujeto de agresiones que generan cargas de miedo y terror por demás injustas, el clamor de las víctimas –reales y potenciales– se escucha de nuevo. Es un ciclo renovado de organización colectiva de la protesta y la inconformidad que se topa con la insensibilidad de todo tipo y la falta de compromisos.

La repetición del ciclo debe exasperarnos: hechos graves de violencia, salvajes que ofenden, violentan y asesinan a niñas y mujeres, pronunciamientos solidarios –y algunos a regañadientes–, promesas de actuación y una espera cada vez más corta para el siguiente asesinato y un nuevo ciclo de expresiones públicas. La cuestión preocupante es la ausencia de verdaderas acciones concertadas y de resultados.

En todos los ámbitos la sensibilidad y la solidaridad son necesarias, pero a quienes tienen responsabilidades públicas cabe exigirles que actúen en consecuencia y detengan la violencia de género.

Bienvenidos los diagnósticos y los análisis de la génesis del fenómeno. Son necesarios para ir a las causas y así diluirlas hasta su erradicación. Sabemos que el asunto es profundo por su raíz en la formación de los patrones de conducta de quienes constituimos la sociedad mexicana: roles preconcebidos y presuntas superioridades generan los prejuicios discriminatorios del machismo y la pretendida sumisión inherente. Es más profundo que la afirmación del Ejecutivo Federal sobre “el grado de descomposición social que produjo la política neoliberal”.

También habría que encontrar el nexo entre los feminicidios y la violencia de género que padecemos y estar cerca –¿o ya llegamos?– de tener ya la primera generación de compatriotas cuyo referente constante de existencia es la violencia generada y reproducida en muchas comunidades por las mafias de la delincuencia organizada más peligrosa. Del crimen del Cardenal Posadas –1993– para acá, pronto serán 30 años. El entorno de violencia de los carteles no ayuda.

El conocimiento claro del problema desde hace tiempo puede ilustrarse con la aprobación en 2006 y 2007 de la Ley General para la Igualdad de las Mujeres y los Hombres, en la cual se estableció como uno de sus objetivos “la modificación de estereotipos que discriminan y fomentan la violencia de género” (artículo 26 fracción II), y de la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia (LGAMVLV), que definió la violencia feminicida (artículo 21) y conllevó al establecimiento del delito de feminicidio en el artículo 325 del Código Penal Federal. Pero, ¿qué ha pasado? ¿Por qué se agrava la violencia de género y crecen las denuncias de feminicidios? Y, sobre todo, ¿por qué pervive la percepción de incapacidad institucional y de impunidad en esas conductas?

Tres elementos son de atención indispensable: las normas, incluidas las de procedimiento; las capacidades institucionales y, en lo esencial, la auténtica voluntad política.

Sobre las primeras, ¿estamos dispuestos al análisis crítico para superar obstáculos y problemas? Pongamos el acento en el problema del diseño normativo en nuestra arquitectura constitucional. Sin prejuicios, no he encontrado el sustento en la Ley Fundamental para la LGAMVLV. El feminicidio y los delitos violentos contra las mujeres y las niñas son conductas potencialmente sancionables, tanto por la Federación como por las entidades federativas. Este delito no está en una ley general si no en el Código Penal Federal y debe incluirse en los códigos penales de las entidades federativas, cuyas descripciones pueden variar. Por excepción el feminicidio corresponde al fuero federal, debiéndose investigar y perseguir localmente en la mayoría de los casos.

Existe pluralidad normativa federal y local sobre la conducta. ¿Conviene unificarla mediante una ley general de feminicidios y otros delitos de género? ¿Es parte del debate sobre un Código Penal nacional? Revisemos el diseño de la normatividad.

La diversidad normativa hace evidente la necesidad de contar con capacidades especializadas en la Fiscalía General de la República y los entes públicos homólogos de las 32 entidades federativas. En el supuesto de que el tipo de feminicidio del Código Penal Federal fuera el modelo, la norma presenta elementos nítidos: la privación de la vida de una mujer por razones de género y siete hipótesis para acreditarlo (signos de violencia sexual; lesiones infamantes o degradantes previas o posteriores a la privación de la vida; antecedentes de violencia familiar, laboral o escolar del victimario contra la víctima; relación sentimental, afectiva o de confianza entre ambas personas; datos previos de amenaza, acoso o lesiones del victimario contra la víctima; incomunicación de la víctima por el victimario; o la exposición del cuerpo de la víctima en un lugar público). En todo caso, la ley ordena procesar y juzgar por homicidio y cabe acreditar el carácter distintivo del feminicidio.

Todo lo anterior requiere de la formación de capacidades institucionales para investigar, documentar, preparar pruebas y generar la convicción indubitable del juzgador. Es preciso especializar a los servidores públicos de la procuración de justicia, con base en la perspectiva de género para la presentación y argumentación de los hechos y sus consecuencias ante quien deberá dictar la sentencia y, desde luego, el mismo grado de preparación especializada se necesita de las autoridades judiciales de los fueros federal y locales.

Más allá de las normas y si existe un problema en su diseño que obstaculice su ejecución, la cuestión de la construcción de capacidades institucionales nos conduce a la posibilidad de permanecer en el ciclo hecho-condena-pronunciamiento-inacción o de avanzar hacia la solución del grave problema que vivimos: ¿hay auténtica voluntad política para resolverlo? O más bien, voluntades políticas en los distintos y ricos ámbitos de nuestro federalismo.

La cuestión es de la Nación toda. No ayuda la insensibilidad presidencial, supuestamente paliada con el decálogo de Perogrullo, donde el presidente de la República aspira a que su percepción y conocimiento de un problema sean su medida y solución.

¿Se tiene disposición para combatir realmente el prejuicio discriminatorio que se encuentra en la raíz de la violencia de género? ¿Se tiene disposición para hacer de la solución del problema una prioridad nacional indeclinable con los acuerdos y la coordinación pública y social indispensables, que incluyan metas objetivas susceptibles de evaluación periódica? ¿Se tiene disposición para asignar recursos a los ámbitos de procuración e impartición de justicia a fin de integrar las capacidades que requieren?

La solidaridad es indispensable, pero no basta. En la gestión pública lo urgente suele ocupar el lugar de lo importante. Ante los feminicidios y la violencia de género hoy lo importante es lo urgente. No hay pretextos. Volver al ciclo hace insensibles a unos y exaspera a las víctimas de la violencia. Son muchas llamadas y mucha gesticulación.