¿Cómo podría recomponerse el sistema internacional? La respuesta no es sencilla, pero podría tener como eje una idea de la paz distinta a la heredada de la segunda posguerra. La confrontación ideológica del conflicto bipolar, junto con la carrera armamentista y las dinámicas políticas que facilitaron la existencia de zonas de influencia, se administraron a través de una paz por equilibrio, no exenta de graves riesgos, pero que tuvo el mérito de sostener un sistema internacional estable y  predecible. No obstante, su Talón de Aquiles fue el tema del desarrollo económico y social, al que nunca dio respuesta duradera. Entre 1945, cuando se fundó la ONU, y 1989, año del colapso del Muro de Berlín, la pugna Este-Oeste brindó a la comunidad de naciones la certeza de que su actividad internacional sería bienvenida, siempre y cuando no afectara los intereses vitales de las superpotencias. La otra agenda, la de los rezagos y la pobreza endémica, de mayor interés para la mayoría de los pueblos, fue relegada y atendida con criterios inmediatistas.

Jugar en ese tablero fue relativamente sencillo, porque las reglas no escritas del sistema internacional eran claras y sus diferentes actores, con excepciones notables – por lo común países localizados en zonas de relevancia geopolítica y geoeconómica – estuvieron siempre conscientes del alto costo que tendrían que pagar si no las acataban o si desplegaban estrategias de política exterior disruptivas del orden mundial vigente. Cierto, alineados o no alineados, del G77, socialistas y/o tricontinentales, todos buscaron defender sus intereses con iniciativas de desarrollo progresivo del Derecho Internacional o de reforma gradual al sistema de Naciones Unidas. El objetivo del entonces denominado “Tercer Mundo” era minimizar las posibilidades de un conflicto nuclear por la vía de un régimen efectivo de desarme y control de armamentos, atenuar el derecho de veto en el Consejo de Seguridad de la ONU mediante la recuperación del papel de su Asamblea General como órgano deliberativo por excelencia y, por supuesto, establecer condiciones favorables al desarrollo y la justicia económica.

La partida era clara. En la Guerra Fría todo se vinculaba a la preservación de la paz por equilibrio y al ejercicio de la diplomacia, como herramienta para administrar relaciones disímbolas de poder entre entidades soberanas. A diferencia de entonces, ahora no hay tal claridad y las reglas del juego son muy confusas. En el tablero de la política internacional actual campean incertidumbre e indefiniciones. Los vacíos de poder que existen en diferentes regiones, ya sea como resultado de la descomposición del viejo arreglo bipolar o por falta de liderazgo de las potencias, son focos de tensión que nutren la ambición de actores regionales de consolidar su influencia o recuperar la que pudieran haber tenido en otros tiempos. Así las cosas, bien puede aventurarse que la falla central del sistema internacional está hoy en la dificultad para generar consensos sobre el tipo de paz que podría sustituir a la que se sustenta en el caduco equilibrio del poder surgido de la Conferencia de San Francisco. En cualquier caso, esa nueva paz, hoy aspiracional, deberá impulsar economías con rostro humano, la dignidad de los pueblos y atender, con eficacia y urgencia, el siempre postergado tema del desarrollo.

Internacionalista.