Con responsabilidad ante un fenómeno global, la Organización Mundial de la Salud declaró, el 23 del actual, que nuestro país había entrado en la fase 2 de la pandemia del Covid-19 al haberse registrado el contagio de cinco personas por agentes distintos a los visitantes del extranjero. El virus se contagia en la comunidad sin un referente específico a su ingreso del exterior.

En consecuencia, el Gobierno Federal formuló al día siguiente la declaratoria respectiva y adoptó una serie de medidas para prevenir y disminuir la propagación de la enfermedad, que se concentran en el distanciamiento físico de las personas y la insistencia en las medidas de higiene, principalmente el lavado de manos y la contención de las emanaciones de la tos o el estornudo en la parte interna del brazo.

En nuestra sociedad está y estará presente el debate sobre la oportunidad de la actuación gubernamental, con base en algunos componentes: la experiencia de otros países, como la República de Corea, en su anticipación y aplicación masiva de pruebas para “buscar” al virus; la capacidad para detectar personas presuntamente infectadas o que ya fueron contagiadas y la confiabilidad sobre certeza de la información que se presenta del número de enfermos, y las previsiones adoptadas y sus adecuaciones para hacer frente a los escenarios de personas que requieran hospitalización y cuidados especializados.

Por ahora la serenidad que requiere el nuevo momento y la definición a la cual se urgía al Ejecutivo de la Unión, permiten postergar las valoraciones. Vendrán –sin duda– en su momento, con base en la dicotomía que hizo surgir la demanda de acción: con la misma información y con el sustento de los postulados científicos, unos nos inclinamos por recriminar el retraso y otros se manifiestan por afirmar que el tiempo fue el correcto.

El hecho ahora es el nuevo momento y las condiciones que demanda en el contexto de las que lo preceden.

Una emergencia sanitaria nacional demanda liderazgo, unidad de propósito y objetivos compartidos. La institución diseñada para asumir responsablemente ese liderazgo es la presidencia de la República; la unidad de propósito es superar la contingencia con el menor daño a la vida y la salud de la población, y los objetivos compartidos son las acciones que, con compromiso de solidaridad, deben adoptarse para lograr la menor afectación a la economía –la de cada quien y la del país–, el funcionamiento de las instituciones, principiando por las de salud, y la pervivencia de nuestro sentido comunitario ante la distancia física.

¿Qué tan equipados nos toma la emergencia? Los tiempos no son los mejores, pero es difícil poder seleccionar cuándo seremos puestos a prueba, aunque avisos ha habido muchos.

Empecemos por el liderazgo institucional. Nuestra presidencia conjunta la jefatura del Estado y la jefatura del gobierno, correspondiéndole a la primera el liderazgo de la Nación y a la segunda el liderazgo del mandato recibido y, por ende, del partido del movimiento que generó la postulación.

En el ejercicio del cargo se requiere practicar un balance delicado para preservar y profundizar uno y otro con congruencia. ¿De dónde emana la posibilidad de hacerlo? Del resultado electoral apreciado objetivamente, de la propuesta de gobierno planteada al asumir el cargo y de las alianzas y acuerdos que puedan alcanzarse.

Hay abrumadora evidencia de que el presidente Andrés Manuel López Obrador se ha olvidado de la jefatura del Estado en la balanza y no sólo se ha concentrado en la jefatura del gobierno, sino que ha promovido la confrontación y la polarización al descalificar y escindir a quien critica, disiente, discrepa o propone algo distinto, con marcados rasgos de autoritarismo.

Ante la contingencia sanitaria, la carta de presentación para actuar del Ejecutivo de la Unión (sin contar sus conductas contrarias a las recomendaciones de sus propios colaboradores sobre la prevención del contagio) es el rechazo al diálogo y la construcción de acuerdos nacionales supra partidistas y de amplio espectro social para enfrentar la inseguridad pública y para generar condiciones que habrían permitido –primero– mantener el crecimiento económico y –después– para atemperar el retroceso derivado de las decisiones adoptadas y la recesión implícita. Hay otros asuntos, pero estos son los más relevantes.

Por otra parte, se acredita cada vez más el fortísimo desgaste de la palabra presidencial por el abuso de las conferencias matutinas. La ausencia de sustancia y la repetición cansina han mermado la figura y la institución misma. Cuando se requería el instrumento del mensaje presidencial directo, el deterioro acumulado había pasado la factura.

Si apreciamos el tamiz del liderazgo institucional a la luz del poder formal, los hechos acreditan su debilitamiento: la Corte y la Cámara de Diputados con sus propias rutas y los gobiernos de las entidades federativas con pulsos y acciones que demuestran la ausencia de credibilidad en la administración federal y la convicción de tener que actuar. En el caso de los Ejecutivos locales hay ejemplos claros de haber cubierto el vacío federal, como los gobernadores de Yucatán, Jalisco, Tamaulipas, Coahuila, Nuevo León e Hidalgo y la gobernadora de Sonora. Quizás aquí hay un embrión del rescate del federalismo frente a la centralización muy marcada del presidente de la República.

No hago ahora el recuento del tamiz del liderazgo institucional a la luz de los factores esenciales del poder, pero cada uno de ellos –Fuerzas Armadas, asociaciones religiosas, cúpulas empresariales, organizaciones obreras y campesinas y los EUA– parece responder más a su propia lógica y dinámica que a una identidad con la responsabilidad específica del primer mandatario frente a la emergencia, como puede ilustrarse con la actuación de las primeras y del último de los mencionados, por citar los de ejemplo.

Si se considerara la coincidencia en la unidad de propósito y los objetivos compartidos, ¿el liderazgo sería factible, estaría a la disposición de la necesidad? La retórica del llamado a la unidad nacional para hacer frente al problema no tendría la solidez indispensable sin dar contenido sustantivo al por qué de la unidad. No podía ser, a mi juicio, la razón de la obviedad: porque debemos estar unidos, sino la razón de los valores y principios que hacen factible y cohesionada la unidad.

Claro que debe llamarse a la solidaridad en la unidad. Unidad en torno a las libertades democráticas y el desarrollo nacional de un país plural, que demanda tener y mantener visión de Estado.

Enfrentar la pandemia y sus consecuencias requiere de cada nacional de nuestro país, pero la responsabilidad crece de acuerdo a la función y capacidades de cada quien en torno a los asuntos públicos y su repercusión social. ¿Estamos equipados? La unidad nacional no puede ser en torno a quien es titular de una función, simplemente por el hecho de serlo; no puede ser en torno a una propuesta de polarización. Deponer visiones excluyentes y construir opciones incluyentes para atender el interés general debe empezar por la presidencia de la República.