Andrés Manuel López Obrador aspira a ser el mejor presidente que haya tenido México. Lo dice y repite con frecuencia; también muestra orgullo por ser terco. Cierto, su tenacidad y capacidad para sobrellevar derrotas electorales —que nunca aceptó como legítimas— lo llevaron a la cúspide del poder político. Pero es difícil concebir que ejerza el gobierno. Más que sentarse en la silla del águila, se planta en un púlpito cada mañana.

Al comienzo del gobierno del presidente López Obrador, las conferencias de cada día le ganaron aprobación popular, pero cuando la oratoria no se engarza con la entrega de resultados, su figura se debilita. Por encumbrar su imagen sin escuchar a nadie debilitó a las instituciones, por más que haya empujado reformas constitucionales y la creación de nuevas leyes.

Si ya de por si parecía embrollado acoplar el texto del nuevo artículo 3º al diseño y ejecución de políticas educativas, con la pandemia, el crecimiento de la violencia criminal y la fractura de la economía, se antoja imposible encarrilar al sistema escolar a las metas —confusas, además— de la Cuarta Transformación.

El Covid-19 mostró que la Secretaría de Educación Pública y las demás instituciones de educación no están preparadas para eventualidades. Con los gobiernos anteriores tampoco, pero no existían los medios de hoy. Cierto, el Programa Aprender en Casa ofrece oportunidades a quienes tienen acceso a las redes, pero no a quienes carecen de  ellas. El apoyo a padres de familia por televisión es flojo; además, estimo que pocas familias le prestan atención, no se aplican para paliar la falta de escuela y apoyar a sus vástagos.

Desde antes del ataque del coronavirus la violencia criminal se había desatado. El presidente López Obrador alega que se debe al estado desastroso que heredó en el campo de la seguridad; pero no reconoce que, durante los más de 15 meses de su mandato, no sólo no ha disminuido, sino que se agudiza a máximos históricos. Su estrategia, si es que la hay, no funciona.

El problema es que la violencia externa repercute en la escuela, de prescolar a la superior. Muchos niños, adolecentes y jóvenes observan en su casa y calles conductas rudas; incluso, puede ser que ellos sean víctimas de violencia intrafamiliar. Luego imitan esa rudeza en su vida diaria, dentro y fuera de la escuela.

Los exordios del presidente a que todo mundo se porte bien no cuajan; directivos y maestros no pueden —y no por falta de capacidad, sino por ausencia de instrumentos— emplear el aparato normativo del sector de educación. A pesar de esfuerzos de autoridades y docentes, crece el hostigamiento (bullying) entre alumnos y de estudiantes —y de ciertos padres de familia— hacia los docentes. El comportamiento violento se expande y coloca a las escuelas en riesgo, no a todas, pero sí a muchas.

La plaga anuncia un colapso de la economía que tal vez —espero que no— sea peor que el Crack de 1929. El presidente López Obrador desestima las advertencias, no habrá ningún plan de apoyo para proteger el empleo, salvo amenazas a quienes despidan a sus trabajadores.

El presidente no busca alternativas, incluso frena algunas que su propio grupo propone. Como dice el refrán, está montado en su macho. Es una prueba de su orgullosa terquedad. Está convencido de que no hay otra vía más que la suya, la que machaca en su mañanera.

Las becas, la repartición de efectivo a adultos mayores y a ninis son su política para acabar con la pobreza y —así lo ha dicho— para resolver problemas de la educación, como el abandono. Sin embargo, las becas en la educación media son universales. Por ello, surgió la sospecha de que es un programa clientelar; los jóvenes beneficiarios estarán edad de votar en 2021.

Con todo y que el presidente dice que no cambiará de forma de pensar, a veces sí de actuar, no es consecuente. En más de una ocasión ha manifestado que admira a Alfonso Reyes, uno de nuestros mayores escritores del siglo XX. Por ello mandó imprimir y repartir entre maestros, alumnos y padres de familia millones de ejemplares de La cartilla moral. Si bien abrigué la sospecha de que si se tomaba con apego ciego pondría en contingencia a la educación laica, apoyé tal iniciativa.

Y, ya que el presidente ensalza la obra de don Alfonso, aprovecho para recordar un pasaje de La x en la frente

A primera vista, lo que más resalta e impresiona es la pobreza general de los mexicanos. Acaso sea nuestro mal por excelencia. ¡Si fuera dable, como se echa sal en la sopa, esparcir dinero por el territorio! ¡Y si esto bastará para enderezar la economía nacional!

Y agrega de inmediato: “Por desgracia aún semejante recurso, digno de Las mil y una noches, nada arreglaría”.

La pandemia nos agarró con un sistema de salud al borde de la crisis. Somos un país donde la insalubridad cunde por la falta de higiene, basta ver la suciedad de calles, carreteras, ríos y lo demás, de playas a bosques. La suciedad del medio ambiente es también un efecto de la mala educación (no me refiero nada más a la escuela formal, también la que amamantamos en las familias). Por ello me gustan los “respetos” de Alfonso Reyes.

Sobre esos males se yergue la sombra del desempleo. Faltará el pan, sobretodo a los más pobres. La prescripción de Alfonso Reyes es alfabeto, educación, en primer lugar, pan (medio honesto de ganarse la vida) y jabón, la limpieza es una virtud.

Poner en práctica esa receta implica un esfuerzo institucional gigantesco, pero me temo que el presidente no cambiará un ápice. Seguirá contándonos cada día la versión autóctona de La mil y una noches.