Si un titular de la presidencia de la República se ha tomado a pie juntillas la tarea de desgastar el uso de la palabra en el desempeño del cargo, ha sido Andrés Manuel López Obrador. Por supuesto que el discurso y la oratoria son instrumentos fundamentales para la comunicación política; sin embargo, el exceso afecta su eficacia y diluye la figura de quien falta a la prudencia de dosificar su uso.

A un orador con ideas y elegancia expresiva se le busca y, si se abren pausas en sus apariciones, se le extraña. Si las características son las inversas, los efectos serán dejar de escucharlo y, cuando se pueda, disfrutar de su silencio. En la presente administración federal la transparencia, el derecho a la información y la máxima publicidad han sido confundidos con el ejercicio, casi cotidiano, de comparecer ante una audiencia de comunicadores, generalmente a modo, con la pretensión de establecer la agenda de los asuntos de interés para el país y orientar la conversación social.

Casi sin substancia, el ejercicio se ha vuelto contraproducente. Hablar no es comunicar, descalificar no es dirigir y afirmar desde el púlpito no es acreditar y menos convencer. Esta curiosa modalidad del monólogo se presenta como el escenario para identificar la distancia cada vez más creciente entre la percepción generalizada de la realidad y la percepción distinta que de la misma se desprende de las peroratas presidenciales.

El mundo se enfrenta a la epidemia del SARS-CoV 2 (Covid-19); un virus desconocido hace apenas unos meses y cuyo estudio, así como el de su comportamiento, son objeto de los esfuerzos de mujeres y hombres de la ciencia que orientan las políticas de mitigación y contención, pero todavía con grandes interrogantes por resolver, como la eventual recurrencia del contagio. Es la arena donde se encuentra nuestro país, hoy por hoy inmerso en la era de la globalización de las comunicaciones.

Ante la naturaleza del virus y las características de su transmisión, las consecuencias inmediatas para todas las sociedades son las de salud pública y las económicas. La velocidad del contagio sin el distanciamiento físico y el aislamiento de la población conducirían al colapso de los sistemas de salud -el nuestro y cualquiera, por la presión de los casos graves sobre previsiones adoptadas para otros padecimientos-. Sin embargo, esa determinación a favor de evitar la propagación de la infección afecta severamente la marcha normal de la economía y genera consecuencias para la viabilidad de la sustentación económica de las personas y las familias.

No se trata de elegir entre la salud de las personas y la preservación de la economía de la República. No se trata de objetivos excluyentes, sino de hacer compatibles dos facetas de la riqueza del pueblo del Estado: integridad física y psicológica, y capacidad creativa y productiva. Es la persona o un conjunto de personas con dos proyecciones esenciales para el bienestar de la Nación.

Quizás por la comprensión de esa síntesis es que en la sociedad poco se entiende la distancia que el Ejecutivo Federal tomó de inicio de las cuestiones relacionadas con el nuevo virus; so pretexto de que un asunto propio de la epidemiología no era materia política, se renunció a dar el contexto y la orientación de carácter político a esa información, aunque se regresó a ello con invocaciones tardías a la forma en que debemos conducirnos por solidaridad con la comunidad a la cual pertenecemos.

Pero donde definitivamente no se comprende la errática actitud del Ejecutivo Federal es en el terreno de las implicaciones y las consecuencias económicas de la determinación -si bien tardía- de que las personas que no tengan a su cargo tareas esenciales para el funcionamiento de la sociedad, se mantengan en sus casas.

Llama poderosamente la atención que en otros países del mundo se adoptaran y se ajusten, con similar rapidez, las previsiones de salud pública y las medidas para que la desaceleración económica no riña con la preservación de los empleos y la planta productiva. Además, que se hiciera con marcada inmediatez a la necesidad de afirmar las medidas de aislamiento en la vivienda.

En la presidencia de México las cosas han de colegirse de manera distinta. La posibilidad de deducir que al entrarse a las medidas sanitarias de la Fase 2 era indispensable establecer las previsiones económicas consecuentes, acá mereció reposo y, por ende, un tiempo de incertidumbre. Si en otras latitudes se atiende la crisis con actuaciones específicas y singulares, entre nosotros -más allá de la insensibilidad de hablar de la pandemia como algo conveniente, que el Ejecutivo asumió “como anillo al dedo” para su propuesta de transformación- se prefirió postergar la responsabilidad de anunciar las medidas económicas que muchos demandaban y otros esperaban, al informe trimestral (sic) presentado el 5 del actual como auténtico solitario de Palacio.

La vacuidad del mensaje y la decepción de su contenido remarcaron el grado de insensibilidad ante la crisis. Por obvias razones -inquietud por la situación y estancia obligada en casa- la intervención era esperada y fue vista y escuchada. Sin embargo, no generó tranquilidad y esperanza para cientos de miles de familias que temen por su salud y por su futuro económico inmediato.

Se habló de un Plan Emergente para el Bienestar y el Empleo que reseñó los programas sociales y las acciones de gobierno puestos en marcha como estandarte de esta administración; cifras y decisiones que preceden a la crisis del covid-19; evaluaciones autocomplacientes de algunas políticas; recapitulación desordenada de la situación del sector salud ante la emergencia; y tenues acciones para “reactivar rápidamente la economía” (como ampliar las tareas de reforestación con 200 mil campesinos u otorgar apoyos directos a 190 mil pescadores), pero sin dejar de insistir en que siguen adelante las obras del aeropuerto de Santa Lucía, de la refinería de Dos Bocas, del tren transítsmico y del tren maya.

En síntesis, ninguna medida para que las y los mexicanos que por razón de salud pública deben hacer un alto en su contribución a la economía nacional, preserven su ingreso y la fuente de empleo cuando superemos la crisis. Presume el Ejecutivo que su plan de recuperación económica (al menos reconoce que hay afectación) “no se ajusta al modelo neoliberal o neoporfirista” y que renuncia a “las llamadas medidas contracíclicas” porque recurrirá a “mayor inversión pública…, empleo pleno y honestidad y austeridad republicana”.

Los dos últimos componentes son indispensables, pero no políticas económicas. ¿Mayor inversión pública? No la anunció, ni la sustentó. ¿Empleo pleno? Tampoco lo planteó más allá de la retórica. Si no se adoptan medidas para que los trabajadores en pausa obligada vean preservada la viabilidad de la planta productiva, ¿cómo puede afirmarse que habrá pleno empleo?

Ninguna medida para preservar el ingreso de los trabajadores –formales e informales–; ninguna medida para allegarse recursos –endeudamiento responsable es la opción– con los cuales ejercer el mayor gasto público que demanda la situación.

Presenciamos la lectura de una recapitulación dogmática de un pensamiento incapaz de ajustarse a una situación no deseada ni provocada, pero real; una recapitulación de criterios personales –válidos en abstracto– pero sin la conceptualización de una propuesta para la Nación; una recapitulación cerrada al reconocimiento de la gravedad del problema y sus consecuencias.

Un gran ego por delante y la permanencia de la interrogante ¿cómo atender las consecuencias económicas de la pandemia en nuestro país? Ante la ausencia de liderazgo y de propuestas incluyentes, corresponde a la sociedad organizarse.