Como en Adolescencia de Tolstói, o Las tribulaciones del estudiante Törless de Musil, o Retrato del artista adolescente de Joyce, o Juventud de Coetzee, Ignacio Solares (Ciudad Juárez, 1945) nos comparte en su más reciente novela de iniciación, El juramento (Alfaguara, 2019), la crónica sucinta de quien reafirma su personalidad ––en definitiva, su alter ego–– de frente al descubrimiento de su sexualidad y su propia crisis existencial y metafísica. Uno de esos escritores esenciales de cara a una crisis como la que hoy vivimos, y como en su anterior y no menos personal No hay tal lugar de hace poco más de tres lustros, el protagonista de El juramento vive en primera persona los devaneos propios ––a la vez gozosos y dolorosos, angustiantes y reveladores–– de quien en su condición de artista en ciernes posee una mucho más aguda sensibilidad y frente a la cual toda tribulación se multiplica.
En el entendido de que la realidad no puede sólo ser lo que se aprehende a través de los sentidos, porque ésa es apenas la superficie, como bien lo describió Freud al ocuparse del antes vedado subconsciente en su inaugural teoría del psicoanálisis, Solares vuelve a los que han sido los temas neurálgicos de su poética, sus referentes obsesivos, a decir, la fe y los laberintos de la duda que la justifican, los desequilibrios e injusticias sociales, el descubrimiento del deseo y el placer como otras ineludibles pruebas de la existencia y el ser, la conciencia y la culpa, y por supuesto los entreverados caminos de la noche y el sueño que igual nos explican y justifican. Humanista irredento, en el autor de El juramento se recrudece su leal filiación por la espiritualidad como única posible vía de salvación, sin desconocer, por supuesto, que el ser humano es materia y espíritu, día y noche, razón y fe, ensoñación y vigilia, creación y depredación, instinto de vida y pasión por la muerte, lo sublime y lo grotesco, Eros y Thanatos.
Conocedor de Eckhart y Thomas Merton, de Greene y Bernanos, de Chesterton y Huxley, de Kafka y Mauriac, el joven de El juramento tiene conflictos con la idea de un Dios personal, de ahí esa manifiesta y categórica duda con que empieza la novela: “Creo que Cristo es Dios. No creo que Cristo sea Dios…” Y si su guía espiritual le ha recomendado aquí viajar a la Sierra Tarahumara para ayudarse a despejar incertidumbres y reafirmar así su vocación, lo cierto es que Luis tendrá que experimentar su personal camino y en el trayecto patear y tropezarse con sus propias piedras, porque ni el aprendizaje libresco ni el vivencial puede ser por ósmosis. Pero a diferencia de No hay tal lugar donde la prueba es de cara a la muerte y sus incógnitas, con lo que a su protagonista se le abre el firmamento departiendo con los rarámuris en su habitat y tratando de descifrar su sustancial filosofía, en El juramento las dudas se presentan más bien de cara a la vida y cuanto hay en “el reino de este mundo”, parafraseando a Carpentier.
Cerrándose el circulo abierto en su anterior No hay tal lugar, en El juramento tiende su autor firmes amarras con una fe que sólo podrá reafirmarse, como él mismo reconoce, a partir de la duda. Condición del ser humano que precisamente se explica a partir de dicha dualidad, como bien escribió Ernesto Sabato desde su inicial gran ensayo Uno y el Universo, de frente a su personal crisis, la enfermera Alma será quien lo guíe por el siempre escabrozo pero a la vez revelador camino de la concupiscencia, y en su propio nombre encarnará la ambivalencia de una condición sólo comprensible en derredor de los contrarios que la conforman y explican. Sin embargo, hay de igual modo estrechos vasos comunicantes con otras referenciales obras de este notable polígrafo, como Delirium tremens, o El sitio, o La moneda de oro. ¿Freud o Jung, o Cartas a un joven sin dios, en el entendido de que todo artista se reconoce a partir de sus personales obsesiones, de su ontológica geografía creativa, como bien escribió el ya citado autor de Un mundo feliz y Contrapunto.
Ejemplo de intensa síntesis narrativa y tan bellamente escrita como su hermana gemela, con esa diafanidad estilística a la cual sólo arriban los verdaderos maestros, pues su autor prescinde de toda parafernalia o retórica distractora, El juramento nos revela sin aspavientos, como bien hace notar Javier Sicilia, una filosofía de vida y una poética entrelazadas, acordes a quien ha sido capaz de construir una obra compacta y unitaria, representativa del pensamiento y el actuar de su creador. En plenitud de facultades, esta nueva novela breve de Ignacio Solares tiene el mérito adicional y no menos importante de que se lee de rápido y en una sentada, porque la complejidad de su trama casa muy bien con la magistral sencillez del estilo de uno de nuestros más importantes escritores en activo. Más allá de ser creyente o ateo, El juramento describe muy bien la magnificencia de aquella poderosa necesidad humana que por algo el mismo Freud denominó, por su peso específico y su categórica sonoridad, “sentimiento religioso” o “sentimiento oceánico”.