La OMS califica a la pandemia de Covid-19 o Coronavirus, como una de las más graves del último siglo. La notable movilización internacional que ha generado busca contener su expansión y moderar su impacto negativo en la ya de por sU maltrecha economía global. En este contexto, donde poco se sabe de lo que ocurre en África y otras regiones rezagadas, la cristiandad se manifiesta con voces responsables, las menos, y otras, las más, están apagadas y escondidas. Hay también quienes visualizan estos hechos a través de prismas milenaristas y de signos que anunciarían la inminencia del fin de los tiempos. Las creencias se respetan, pero en la atención del Covid-19, lo secular se ha impuesto a lo divino.

Hoy, cuando la “sociedad del conocimiento” presume un singular dominio de la ciencia y de las tecnologías de la información, un virus microscópico alerta al género humano sobre su extrema vulnerabilidad. La preocupación es mundial. Habituados a salir de casa y a proyectar imágenes personales, colectivas y nacionales de éxito, la pandemia nos retrae y obliga a recapacitar. Paradójicamente, en los haberes, la emergencia deja valiosas lecciones y la disminución de actividades ha traído consigo un muy necesario respiro al medio ambiente. Aunque la OMS ha formulado recomendaciones para evitar la propagación del Covid-19, habría sido deseable que tomará acciones concretas para la movilización de recursos económicos, humanitarios y de asistencia técnica, en especial para paliar la crisis ahí donde ha pegado más fuerte y para atender brotes infecciosos en países de la periferia. En cualquier caso y para bien de todos, la comunidad internacional está acatando las medidas.

Como ocurría en el medioevo, cuando la frase Cum hora undecima la usaba el pontífice de Roma para alertar sobre el fin de los tiempos, ahora la palabra Coronavirus actualiza temores y el fatalismo hace presa de muchas personas. Sin embargo y a diferencia de entonces, cuando Iglesia y dogma marcaban pautas, la democracia, el Estado secular y las instituciones multilaterales han tomado las riendas para la atención de la pandemia. Al construir consensos, las naciones apuestan por la transformación audaz del futuro y descartan tesis oscurantistas que confrontan fe y razón. Al virus se le combate con medidas sanitarias y no es, como algunos ascetas interpretan, la materialización de la ira divina y de las calamidades que traen consigo los jinetes del Apocalipsis.

En esta tesitura y excepto el Papa Francisco, quien respaldó el llamado a un alto al fuego global del Secretario General de la ONU, para que los esfuerzos se concentren en la lucha antiviral, es lamentable que los jerarcas del cristianismo no se hayan sumado, de forma proactiva, al emplazamiento de organismos internacionales y gobiernos, para que la gente observe normas sanitarias que mitiguen el trance y derroten al Coronavirus. Al desdeñar su propia capacidad de convocatoria social, los líderes de las iglesias orientales, protestantes y puritanas han dejado vía libre a las instituciones políticas liberales, para que decidan la ruta a seguir. Que bueno que así sea. Con ello, la ciencia gana terreno al dogma y se impone al pathos que generan la interpretación creativa de textos bíblicos, los milenarismos religiosos y los augurios mágicos.

Internacionalista