Muchas veces escuchamos o leemos que la educación nacional está en crisis. Pienso que ese vocablo tiene una connotación grave. Si alguna institución (o gobierno) está en crisis pudiera pensarse que ya no tiene remedio; no hay otra salida: desechar la entidad existente. El vocablo fatiga implica agobio, tal vez ajetreo o cansancio, no agotamiento total. Si una institución, digamos el sistema educativo mexicano, muestra fatiga, implica que puede renovarse y agarrar fuerza de nuevo.

Pienso que esta idea de fatiga y renovación es más apropiada para explicar la persistencia y cambios en la educación. Tan así es, que en la mayor parte del mundo se habla de reforma, no de revolución (que implica destruir el presente).

En la aviación se usa el término overhaul; significa que a una aeronave se le hace una revisión a fondo cada determinado tiempo —o número de horas de vuelo— y se le cambian objetos viejos (cables, llantas, instrumental electrónico y lo necesario) y se dejan acicalados instrumentos y aparatos que funcionan. El aeroplano queda como nuevo, listo para otras tantas horas de vuelo, pero es el mismo avión.

Si la metáfora vale, en México cada gobierno, desde el de Carlos Salinas de Gortari, ha querido hacer un overhaul en el sistema educativo, pero sin discriminar lo que funciona bien, de lo que debería desecharse. Seguimos con el mismo avión, más grande, con más instrumentos y capacidad para pasaje y carga, pero no vuela bien porque no se echó por la borda lo inservible. El sistema educativo navega con un fardo obeso.

La fatiga del sistema se manifiesta de mil maneras: baja calidad, inequidad, administración burocrática rígida, centralismo absurdo (querer uniformar todo), maestros que compraron o heredaron su plaza, rezago pedagógico y problemas en las escuelas, como violencia entre alumnos (bullying), vandalismo y escasa relación entre docentes y padres de familia.

Ninguna iniciativa de mudanza en el sistema escolar tiene éxito completo, pero cada una deja sedimentos. De la educación socialista de los años de 1930, por ejemplo, quedó el espíritu de equidad que se manifestó en la ampliación de la matrícula en varios periodos. Los afanes de la consigna de educar para alcanzar la unidad de la nación sembraron la estructura todavía vigente en el sistema escolar. Los propósitos quedaron plasmados en la reforma al artículo 3º de la Constitución de 1946.

Las subsecuentes sólo han agregado carga al sistema. Tanto abonos conceptuales, autonomía a las universidades en 1980, por ejemplo, como mayores responsabilidades para el Estado, la obligatoriedad de la educación superior en la enmienda de 2019, por caso.

Empero, hasta donde llega mi memoria y registro de lecturas, en ninguna de las reformas (que fueron insignias de esos gobiernos) como el proyecto de modernización educativa de Carlos Salinas, la Alianza por la calidad de la educación, con Felipe Calderón, o la reforma del gobierno de Peña Nieto, el sistema escolar se liberó de bultos fastidiosos. Cierto, se institucionalizaron segmentos nuevos, en especial en la de Peña Nieto con la autonomía constitucional al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación y la instauración del Servicio Profesional Docente, pero sobrevivió el peso de la tradición corporativa.

La oposición a la reforma de 2012 a 2018 contribuyó a la fatiga del sistema. Si bien hubo avances hacía una nueva institucionalidad, sus cimientos no resistieron la embestida de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación que, en pacto con el candidato Andrés Manuel López Obrador, sentó las premisas para desmantelar la “mal llamada” reforma educativa. Ya en el gobierno, AMLO se aplicó a hacer la tarea, aunque mantiene el control centralista de la nómina, el sistema de información y buena parte del proyecto conceptual. La consigna de la Nueva escuela mexicana, por más que el secretario de Educación Pública, Esteban Moctezuma, le busque originalidad, no se separa mucho del Nuevo modelo educativo que los secretarios Aurelio Nuño y Otto Granados intentaron poner en marcha, ya tarde en el sexenio.

La reforma al artículo 3º, publicada el 15 de mayo de 2019, no es remedio para la fatiga. No se deshizo del INEE ni del Servicio Profesional Docente, los “refuncionalizó”. La Comisión Nacional para la Mejora Continua de la Educación carece de autonomía y, a fe mía, que la SEP menosprecia sus iniciativas, que no son muchas. En tanto que el Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros (es el nombre oficial), funciona con opacidad.

Por ejemplo, el secretario de Educación Pública y los líderes de las facciones del SNTE se congratulan por haber regularizado más de 170 mil maestros interinos. ¿Dónde quedó el mandato del párrafo séptimo del artículo 3.º? Éste instituye: “La admisión, promoción y reconocimiento del personal que ejerza la función docente, directiva o de supervisión, se realizará a través de procesos de selección a los que concurran los aspirantes en igualdad de condiciones… los cuales serán públicos, trasparentes, equitativos e imparciales”.

Si bien algunos miles de esos profesores obtuvieron el interinato por necesidades del servicio, es probable que la mayoría haya entrado por chapuza, por gestiones de líderes sindicales que, como en Michoacán, eran ellos quienes daban el nombramiento y luego —presión-negociación de por medio— las autoridades tenían que acreditar la designación, aunque no hubiera presupuesto.

Disiento de quienes aseguran que el sistema educativo esté en crisis, agobiada y fatigada sí. Pero me temo que con la política de favorecer a las facciones sindicales —incluso privilegiar a la CNTE— a la conclusión de este gobierno (quizás antes si hay crisis económica) habrá otro intento de overhaul.

Será la última oportunidad de reforma, de eliminar fardos, de otra manera —espero equivocarme—, tendremos una crisis educativa de grandes magnitudes. Esa sería herencia de la Cuarta Transformación.