Carlos Fuentes, en su extraordinaria novela Terra Nostra, aborda con particular dramatismo el fenómeno de la pandemia. En sus palabras “…se dice que los animales son culpables de la pestilencia…(y los enfermos)…deambulan en soledad; y al cabo se reúnen con los otros infectados alrededor de las pilas de basura…” Sin llamarla por su nombre, así retrató Fuentes a la Peste Atlántica, que a finales del Siglo XVI y por un periodo de al menos tres años, mató a miles de castellanos. Pero pasó, al igual que ocurrió con pestes de la antigüedad, como la de Atenas a la que alude Tucídides y la Negra, que afectó a la región euroasiática en el lejano siglo XIV, sin pasar por alto muchas otras, incluso recientes, como el ébola o la fiebre porcina.

El mundo nunca ha estado exento de calamidades naturales y también humanas. Las primeras, en la forma de epidemias y pandemias y las segundas de conflictos y guerras, afectan por igual nuestro hábitat y dejan tras de sí huellas de devastación y miseria. En ambos casos, no se le ha encontrado la cuadratura al círculo. Por lo que hace a las virulencias, el malestar y la muerte que generan son, a final de cuentas, resultado del singular esfuerzo de la naturaleza para restablecer equilibrios biológicos, muchas veces alterados por el hombre con fines perversos. Sin embargo, otra cosa ocurre con los conflictos y guerras, cuyo carácter endémico deja ver la perversidad inherente de quienes, sin miramientos y guiados por la ambición, invocan cualquier argumento para obtener o ejercer el poder. Con ello, generan tensiones y estiran al máximo los delicados resortes de la paz, hoy por hoy precaria en diversas latitudes del orbe.

La violencia es parte de lo cotidiano y nutre a un imaginario colectivo  frecuentemente apático, a gente que ya no se sorprende por los elevados niveles que alcanza en sus diferentes modalidades y en todos los rincones del planeta. Así, la pandemia de COVID-19 se agrega hoy a diferendos religiosos, políticos y militares endémicos, al terrorismo y la delincuencia organizada, a la especulación financiera y a la violación de la ley al interior de los países y en las relaciones internacionales. No obstante las narrativas pacifistas de los organismos multilaterales, esas violencias macro son espejo de otras micro, que ocurren en ámbitos domésticos y privados. Cierto, la violencia global es reflejo de otras, acaso más básicas pero igualmente perniciosas, como la doméstica y laboral, el acoso sexual y la discriminación, en cualquiera de sus modalidades.

Con pesar, a diario nos enteramos de personas que aparentan vivir bajo normas elementales de civismo pero que, en realidad, son verdaderos monstruos que vociferan, amenazan y abusan de familiares y colaboradores. Esa violencia endémica no se combate con retrovirales ni con cubre bocas; es una peste diferente y ruin, que debe ser denunciada sin temor por quien la padece y sancionada por la autoridad. Hoy, cuando la crisis sanitaria nos exige permanecer en casa y alterar rutinas laborales, es pertinente preguntarnos si también podremos modificar nuestra forma de relacionarnos con la gente, en corto, y con el mundo, en el plano más amplio. Parafraseando a Fuentes; hay que evitar ahogarnos bajo el peso de nuestra propia basura.

Internacionalista.