Es tiempo para reinventar las relaciones internacionales, ahora que el orden liberal creado en San Francisco en 1945 hace agua por su incapacidad para atender los desafíos estructurales de la globalización. Paulo VI, adelantándose al naufragio, promulgó en 1967 la Encíclica Populorum Progressio y propuso avanzar en la “civilización del amor”, para oponer a la pobreza galopante y a los agravios de la Guerra Fría una visión más optimista de la política mundial. Años después, Juan Pablo II retomó la idea y la redondeó con su propuesta de “globalizar la solidaridad.” Poco se ha avanzado desde entonces.

Hoy, a manera de síntesis, Francisco denuncia la perversidad inherente a la economía de libre mercado, que en su opinión es causa de lo que él llama la “cultura del descarte”, hilo conductor de su Encíclica Evangelii Gaudium. De la mano de este documento, en su Exhortación Apostólica Laudato Si, formula un llamado a preservar el planeta, la casa común. No obstante sus diferencias teológicas, estos tres pontífices invitan a adoptar nuevos patrones de vida y de consumo, para así alejar fantasmas autoritarios, diluir narrativas de odio, revertir las condiciones que degradan el medio ambiente y consolidar el capitalismo democrático. Cierto, amor y solidaridad son virtudes difíciles de alcanzar, de las que todos hablan pero pocos estiman como base de un nuevo orden mundial, que reconceptualice el poder y lo democratice en beneficio de todos los pueblos.

Los desencuentros crecen. La pandemia de Covid-19 tiende una cortina de humo a la polarización y tensión sociales que generan el rezago económico; la intolerancia religiosa, étnica y política; así como la ambición hegemónica de algunos países. Paradójicamente, ahora que la gente común avanza en su empoderamiento y las nuevas generaciones rechazan signos patriarcales y estatuas de héroes que no les dicen nada, en las relaciones internacionales comienza a ganar terreno una peligrosa interpretación de la teoría del poder. En efecto, se trata del denominado “poder inteligente” (smart power), es decir, de que los estados, en especial los que ejercen más influencia hegemónica, utilicen todos sus recursos económicos, políticos, militares, ideológicos y hasta culturales, para responder a las nuevas amenazas a la paz y la seguridad. Dicho de otra manera, un “poder inteligente” que garantice su interés nacional en un entorno mundial inconsistente, incierto y desequilibrado. Esta inédita conceptualización del poder rescata narrativas chauvinistas y supremacistas, alimenta el unilateralismo y, por la vía de la disuasión militar, aspira a preservar esos intereses nacionales a toda costa y a cualquier costo.

Los conflictos riñen con los ideales papales de amor y solidaridad. Por ello, en la coyuntura cabe una reflexión académica fresca sobre las relaciones internacionales, que no aspiraría a la inviable disolución del poder, como argumentaban los especialistas del socialismo real. Más bien,  buscaría construir un marco teórico alternativo, que concite la promoción eficaz de los intereses permanentes de la humanidad, en sentido amplio la paz y el desarrollo, mediante la adopción de esquemas multilaterales que actualicen equilibrios de poder en la ONU, fortalezcan el carácter deliberativo de su Asamblea General y controlen eficazmente a las potencias a través del Derecho y la rendición de cuentas.

Internacionalista.