La entrada en vigor del Tratado México, Estados Unidos, Canadá (el T-MEC) que sustituye, como todo mundo sabe, al TLCAN (Tratado de Libre Comercio de América del Norte), obliga a una reflexión sobre su significado. Al contrario de la mayoría, no creo que el original TLCAN haya sido benéfico para nuestro país, sino que sus perjuicios son mayores en cuanto provocó una mayor dependencia de la economía estadounidense, una descapitalización del país, una subordinación política y, sobre todo, porque venía acompañado de la profundización del neoliberalismo y las reformas estructurales que determinaron una caída histórica de las condiciones de vida de los trabajadores mexicanos.

No obstante, a pesar de esas terribles consecuencias, en el momento en que el Presidente Trump amenaza con desconocer el TLCAN y se plantea la posibilidad de sustituirlo con el T-MEC, opiné y sigo opinando, que era preferible que se creara el T-MEC. Mi argumento es muy sencillo. Después de 26 años de vigencia del TLCAN, el daño ya estaba hecho y había determinado la reorientación de la economía mexicana hacia el exterior, con el abandono del mercado interno, así como una extranjerización de la planta productiva. En esas condiciones, la imposición de aranceles y otras trabas a las exportaciones mexicanas hacia Estados Unidos sólo hubiera acarreado una profundización de la crisis económica y abonado a una posible recesión por varios años.

Si bien el T-MEC era la única alternativa, y por lo tanto debía aceptarse, eso no quiere decir que lo vuelva benéfico para México, en la medida que implica continuidad en casi todas las directrices del viejo TLCAN, aunque presenta algunas diferencias. De los acuerdos incorporados en el T-MEC tres me parecen los más relevantes: el relacionado con el petróleo y la industria energética en general, el de inversión extranjera y el laboral.

En lo que atañe al petróleo, en efecto, el capítulo 8 reconoce “la propiedad directa, inalienable e imprescriptible de la Nación sobre el petróleo y los demás hidrocarburos”, así como el derecho soberano de México a modificar sus leyes en la materia, incluida la Carta Magna, reconocimiento que sin duda tiene importancia, tanto desde el punto de vista jurídico como político, y en este sentido recupera un principio fundamental de la Constitución, antes de la malhadada reforma energética de 2013.

No obstante, hay que señalar que también como consecuencia de esa reforma desde 2015 existe el Consejo de Negocios de Energía México-Estados Unidos y en el marco del T-MEC, se estableció el compromiso del gobierno de México de garantizar el Estado de Derecho y dar certeza jurídica mostrando reglas claras. Este es un compromiso que en sentido estricto no es necesario, porque es obligación de todo Estado, garantizar el Estado de Derecho. La razón para establecerlo es que los capitalistas extranjeros tengan un argumento jurídico más para acusar al gobierno mexicano en caso de que busque cambiar las condiciones de sus inversiones, ya que es sabido que tanto en la electricidad, como en la industria petrolera, la iniciativa privada, tanto nacional como extranjera, consiguieron hacerse de contratos francamente leoninos, en que la Comisión Federal de Electricidad y Pemex salen perdiendo y, en consecuencia, la Nación mexicana. Es obvio que no quieren que eso cambie.

Ese capítulo se complementa con el 22, dedicado a las empresas propiedad del Estado, en el que se establece que el T-MEC regulará los subsidios a estas empresas que denomina “asistencia no comercial” en los que incluye, entre otros, la transferencia de fondos, donaciones o condonaciones de deuda y otros tipos de financiamiento.

Por razones de espacio, el capítulo de inversión extranjera y el laboral lo comentaré en una nota próxima, valga por ahora concluir que el TLCAN y el T-MEC, significan una profundización de la dependencia; sin embargo, sigo opinando que después de 26 años, la simple desaparición del TLCAN hubiera sido peor. De los males, el menos.