En mi nota anterior dedicada al Tratado México, Estados Unidos, Canadá, mencioné que la aceptación del T-MEC era necesaria, a pesar de que el anterior Tratado de Libre Comercio de América del Norte había significado una extranjerización de la planta productiva, una pauperización de los trabajadores, una agudización de la desigualdad, una reorientación de la economía hacia el exterior y, en general, una profundización de la dependencia de México respecto de EU. La razón para tal afirmación es que el daño ya está hecho y que ahora la elevación de aranceles a las exportaciones mexicanas o el simple abandono del TLCAN, habría provocado una crisis de larga duración y enormes consecuencias.

También comenté el capítulo dedicado a la industria energética, en especial el petróleo, así como al que aborda las empresas estatales. Me faltó referirme a los otros dos capítulos, además de los ya mencionados, que me parecen los más importantes del T-MEC

En cuanto a la inversión extranjera, el T-MEC establece todas las garantías para que no haya trabas para su entrada, ni tampoco para la repatriación de capitales. Además, pone especial énfasis en los métodos de arbitraje para el caso de controversias entre inversionistas y Estado, y señala explícitamente áreas en las que los inversionistas que formen parte de un contrato de gobierno, pueden iniciar reclamación por pérdidas o daños. Se trata de los sectores de hidrocarburos y gas natural, telecomunicaciones, generación de energía, transporte público y proyectos de infraestructura. Como es obvio, se quiso conseguir la permanencia de contratos otorgados en pasadas administraciones.

El capítulo laboral, aunque exigido por Estados Unidos y Canadá, resulta benéfico para los trabajadores mexicanos. Es sabido que durante las últimas décadas esa competitividad se ha sustentado en la baratura de la fuerza de trabajo mexicana. Lo que se busca en el capítulo es encarecer esa fuerza de trabajo, al exigir que se legisle para incluir derechos internacionalmente reconocidos, incluyendo condiciones aceptables “sobre salarios mínimos, horarios de trabajo, seguridad y salud en el empleo”. Igualmente se fija la obligación de México de asegurar en su legislación los derechos a la libertad de asociación y a los contratos colectivos.

Se recordará que durante las negociaciones de 2017 y 2018, mientras los capítulos referentes a la industria energética, así como a las inversiones, se aceptaron por los negociadores mexicanos de ese momento, sobre el laboral se dijo que ese punto era “innegociable”. Ahora ya aceptado, es el capítulo que favorecerá, sin duda, a los trabajadores mexicanos y que ya ha determinado cambios en la legislación que abren oportunidades para la lucha contra el charrismo y el sindicalismo blanco.

Las menciones sobre la condición laborales están especialmente destinadas a la industria automotriz, ya que se combina con las reglas de origen, para que las mercancías producidas puedan considerarse fabricadas en la región y, en consecuencia, se les apliquen los beneficios establecidos en el T-MEC. Por supuesto, no es que los negociadores estén muy interesados en mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los mexicanos empleados en la industria automotriz, sino que se busca que a las empresas estadounidenses de esa rama no les resulte tanto ahorro de costos al contratar a trabajadores que ganan hoy entre 8 y 10 veces menos que sus colegas estadounidenses, y que, en consecuencia, las corporaciones automotrices prefieran establecerse en el país vecino.

Dudo mucho que ese objetivo se cumpla, no sólo porque las inversiones ya están hechas en nuestro territorio, sino porque aun si mejoran los salarios y las condiciones de los trabajadores mexicanos todavía resultará más barato. Al margen de las intenciones, el hecho es que el capítulo laboral del T-MEC servirá para que haya una mejoría en la situación de los trabajadores mexicanos, en especial de la rama automotriz.