De aquella película sólo recuerdo el título: “El año que vivimos en peligro”; un colega y yo tuvimos una pequeña discusión si eran los personajes o el año los objetos de la amenaza; él pensaba que el año. La disputa se resolvió días después cuando llevé una fotocopia de un cartel con el título en inglés (era 1983). La traducción correcta sería “El año que vivimos peligrosamente”.

La pandemia me provocó la remembranza. Pienso que hoy el año —escolar— está en peligro y nosotros también. Los efectos del covid-19 sobre el sistema escolar —aquí y en muchas partes más— son infaustos. Hoy, muchos añoran la escuela que estuvo vigente hasta febrero de este año; he escuchado en foros virtuales y leído piezas donde se hacen elogios desmedidos de la educación presencial, la que se partió en marzo. Como si todas y cada una de las escuelas fueran virtuosas. Pero junto a ciertas bondades, también cargaban bretes.

No me engaño, el cierre de las escuelas no sólo implicó la pérdida de clases y el freno de la relación entre maestros y alumnos, que es la esencia del proceso educativo, también significó la pérdida de una red de protección social para infantes y adolescentes, en especial para los más pobres. La escuela es también un refugio contra la violencia intrafamiliar, un espacio donde confluyen otros derechos de la niñez y la juventud. Es un sitio de convivencia y recreación, de cultivo de amistades y afectos, muchos perdurables a lo largo de la vida.

Sin embargo, en las escuelas también se reproducen desigualdades sociales, autoritarismo y relaciones jerárquicas. Hoy se evoca el trabajo de los maestros, loable desde muchas perspectivas, pero no todos los docentes son buenos maestros. Se olvida que hay ausentitas, absorbentes —o mandones— y abusivos. Esos que hacían la vida miserable a muchos niños y jóvenes. O, también se desdibuja la violencia entre los mismos alumnos que no hace mucho se denunciaba como una lacra; el gandalla que maltrata a niñas o a pequeños débiles también ha de extrañar las clases presenciales. La escuela perfecta nunca existió.

Empero, en realidad el hecho es aciago, la pandemia agravó lo que funcionaba mal y frenó lo que resultaba eficaz. El covid-19 deja una estela de dolor y sufrimiento que no se remedia con minutos de silencio. Y quién sabe hasta cuando vaya a durar, pero me parece que este año que vivimos ya se perdió.

La Secretaría de Educación Pública rescató lo que pudo, no pienso que haga un esfuerzo vano. La educación a distancia —con todo y que recrudece la brecha entre las clases sociales— es de las pocas cosas que podían hacerse, si no es que la única. Las clases por televisión y vía digital para quienes tengan acceso a la red e internet representa el mal menor. Peor hubiera sido que la SEP se cruzara de brazos.

Buena parte de las actividades de enseñanza se trasladan al hogar. Y tienen razón quienes argumentan que las mamás —menos los papás— carecen de conocimiento, herramientas y hasta de actitudes para enseñar a sus vástagos, si es que tiene tiempo de hacer algo por ellos. La situación es peor entre niños de sectores desvalidos, los que asisten a la escuela unitaria o la multigrado; no se diga de los infantes que atiende el Conafe, alejados de todo, hasta de la mano de Dios, dice mi amigo El Maestro. Además, las familias no pueden monitorear la cantidad de tareas que les encargan los maestros, los saturan de actividades en las pocas personas pueden apoyarlos.

La pandemia afecta más todavía a los naturales de la primera infancia de familias vulnerables, esas a las que la Cuarta Transformación ya les había pegado —y duro— al desaparecer las guarderías o las escuelas de tiempo completo en primaria. ¿Cómo quiere el gobierno que enseñen a sus hijos las mamás pobres, solteras que tienen que salir a buscar el pan?, ¿a qué horas?, ¿con que instrumentos? O, ¿cómo le hace la mamá que además tiene que lidiar con el marido borracho y desobligado?

Sí, la escuela existente antes del encierro era un santuario, con broncas y fallas, pero vigorizaba el tejido social. La educación a distancia no puede sustituirlas; tampoco la mamá puede suplir a la maestra. Los niños necesitan la convivencia con otros niños, jugar, recrearse en conjunto, bromear y hasta reñir con los compañeros. También contarse cuitas de los maestros y de sus familiares. La hora del recreo es lo más entrañable de la escuela regular.

Esa escuela ya se fue. Pienso que no volverá a ser lo que era, con todo y que tiene una estructura institucional sólida. Estoy convencido que el regreso a clases será distinto y no estamos preparados para los cambios que se avecinan.

El año que vivimos también exhibe la debilidad institucional y la ilusión en que todo se resolverá de la mejor manera. El alto funcionariado de la SEP hace mal, muy mal, en crear ilusiones —y tal vez hasta creérselas— de que Aprende en Casa II, con las materias de civismo y vida saludable implican un “cambio de paradigma”, que somos ejemplo para otros países y parrafadas por el estilo.

Si no fuera por esas exageraciones —y otras como señalar que el alumnado alcanzará los resultados esperados— le restan seriedad a lo que sí hace la SEP. No somos modelo para el mundo ni los estudiantes aprenderán como si estuvieran en la escuela regular. Van a aprender, sí, pero otras cosas.

¡Qué mal que se nos vino la pandemia! Este es el año  que nos tocó vivir; estamos en peligro y no es una película.