Una de las explicaciones en torno al hecho de que —con información consolidada del 2017 por el Fondo Monetario Internacional— nuestro país ocupa el lugar décimo quinto en el orden decreciente de la fortaleza de su economía en términos del producto interno bruto (PIB) nacional (1´142 000 millones de dólares estadounidenses) y que se ubicara también en ese año en el lugar septuagésimo cuarto del índice de desarrollo humano del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, puede encontrarse en la baja recaudación tributaria como porcentaje del PIB. Economía fuerte, recaudación baja y desarrollo social insuficiente.

En ese año, la recaudación representó el 16.1 por ciento y fue la más baja de los 34 miembros de la OCDE. No obstante, el dinamismo y el poderío de la economía mexicana, aún con la incertidumbre propiciada y reiterada por la gestión en marcha, el sistema tributario no cumple –en sentido general– la función redistributiva de la riqueza a través de las contribuciones que sustentan el gasto público y su asignación al cumplimiento de funciones que disminuyan la desigualdad social.

Son varias las razones que ayudan a explicar el magro rendimiento de los ingresos derivados de las contribuciones del sistema de coordinación fiscal de la Federación y las entidades federativas:

(i) La baja cultura cívica que se extiende en nuestra sociedad sobre el deber de contribuir a los gastos públicos, generándose un círculo vicioso de reticencia al pago de las tributaciones por las deficiencias de los gobiernos y los servicios a su cargo, que afecta la captación de los recursos necesarios para realizar esas funciones.

(ii) La expresión a priori de desconfianza en la integridad y la probidad en el servicio público, no sin ejemplos que lo promuevan, que se traduce en la convicción de que se trata de recursos que como serán ilegalmente distraídos de su objeto, por ende, se justifica la auto-dispensa de las obligaciones fiscales por una “causa fundada”: evitar el desvío hacia el patrimonio de funcionarios venales.

(iii) La complejidad de las normas tributarias y el desapego al orden en las finanzas de la población económicamente activa, al grado de que en México se aprecie con naturalidad la realización de millones de transacciones económicas, algunas significativas para el ingreso o el patrimonio de la persona, que aspiran a quedar al margen de las autoridades responsables de aplicar las leyes impositivas y recaudar. No sé si seamos el único país del mundo en el cual se pregunta a las personas sobre cómo documentar una transacción económica que invita a sospechar en la doble contabilidad y la información tergiversada al fisco.

Y (iv) la dimensión del sector informal de la economía, con inconmensurables operaciones de toda índole (mayoreo, semi-mayoreo, detallista y por servicios de carácter personal) que no se reportan y registran para efectos fiscales. En lo primordial, hay renta y valor agregado que no generan el tributo correspondiente para el gasto público.

La revisión del pacto fiscal del federalismo mexicano requiere, necesariamente, partir del reconocimiento de la baja recaudación para que el Estado —los distintos órdenes de gobierno— cumpla sus funciones y, a su vez, convenir no sólo nuevas maneras de distribuir los ingresos entre los órdenes de gobierno, sino el establecimiento de objetivos en un período razonable de tiempo para elevar el monto de las contribuciones; por ejemplo, ir al 26% del PIB en un horizonte de un lustro o, si lo anterior es inviable, de una década.

Quizás un efecto indeseable de las etapas de la hegemonía y la dominancia de una formación partidaria en el sistema electoral de nuestro país fue la relación entre el déficit de legitimidad por la ausencia de auténtica competencia y luego de equidad en la competencia, y la laxitud para establecer un adecuado sistema tributario.

El caso es que llegamos al cambio político y electoral con comicios en los cuales la incertidumbre del resultado y la competencia en la pluralidad devino en la alternancia de las fuerzas partidarias en las responsabilidades ejecutivas. Sin embargo, el síndrome del temor a realizar la reforma hacendaria indispensable está presente y se ha convertido en una cuestión que pocos desean plantear realmente y casi ninguna autoridad electa se ha propuesto transitar.

Por supuesto que el tema es complejo y para ahuyentar a partidarios y simpatizantes, al tiempo de levantar la crítica y el rechazo: el poder público propone acceder a un porcentaje mayor de la riqueza producida anualmente por la sociedad. Quien contribuye o contribuye menos de lo que es su obligación legal, no desea mudar su situación; y quien contribuye y es el sostén de la recaudación, asume que su condición de causante cautivo lo hará el objetivo del propósito de elevar los ingresos tributarios.

En ese elemento y la forma en la cual ha operado la coordinación fiscal entre los órdenes federal y local parece ubicarse la relativa debilidad institucional de las haciendas locales. Varios fenómenos: el alto porcentaje de los ingresos de los estados tienen su origen en el fisco federal, pues con excepción de la Ciudad de México, que dispone del impuesto predial como parte sustantiva de su diseño constitucional a lo largo de la historia, la dependencia oscila en cifras cercanas al 90% de esos ingresos; la relativa comodidad de convenir el ejercicio de competencias y ceder fuentes de tributación y potestades, así como de abstenerse de desarrollar capacidades administrativas para elevar los ingresos de impuestos propios; y la renuncia a conseguir, diseñar y poner en vigor contribuciones locales sobre actividades económicas o prestación de servicios que no están gravadas con impuestos federales o son de naturaleza estrictamente estadual.

Retomar ahora el debate sobre el pacto fiscal y la aspiración legítima de las entidades federativas por fortalecer los ingresos locales implica repasar no sólo los elementos esbozados, sino también los esfuerzos relativamente recientes para tratar de resolver este planteamiento.

Las reformas de 2007 y de 2013 a la Ley de Coordinación Fiscal tuvieron como uno de sus objetivos principales el incremento de la recaudación local. Si el postulado fue que los estados dependieran cada vez menos de las transferencias federales (participaciones y aportaciones), los planteamientos y las reclamaciones de ahora son evidencia de la meta no alcanzada y, es más, inalcanzable por preservar los vicios de un sistema y las deformidades constitucionales delineadas en la colaboración anterior.

Si bien se incrementaron los niveles de recaudación local, permanece la dependencia del fisco federal y los recursos de las aportaciones o de los fondos propios no corresponden a la ruta ascendente de la atención de las necesidades que impulsaron su creación, al tiempo que otras carecen de fondos. Pero por encima de ello, se pierde la riqueza de la autonomía de las entidades federativas para impulsar el desarrollo nacional al depender de la coordinación fiscal con la Federación.