El pasado martes 1º de septiembre el presidente de la República rindió su segundo informe de gobierno. La expectativa generada por el informe tenía que ver básicamente en saber qué identificaría el presidente como sus logros y cuáles serían sus críticas (que evidentemente nunca llegaron). Al evento en el patio de honor de Palacio Nacional estuvieron invitadas únicamente 70 personas (y en medio de una serie de medidas sanitarias por la pandemia del Covid-19). Entre estos invitados estaban presidentes de las cámaras de Diputados y Senadores, así como el presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y el Fiscal General de la República, personajes de los sectores obrero y empresarial y representantes indígenas.

El informe fue algo más parecido a una homilía o liturgia que a una rendición de cuentas en un régimen democrático, lleno de mentiras y datos alejados absolutamente de la realidad; al grado de afirmar sin ningún empacho cuestiones como: que enfrentamos dos crisis: la sanitaria y la económica con “el mejor gobierno”; que se está “cuidando al medio ambiente como nunca”, que “se están recuperando empleos”, y un amplio etcétera.  Como era de esperarse empezó hablando del combate a la corrupción y de que para transformar a México hay que moralizarlo. Insistió en la necesidad de “purificar” la vida pública de México y hacer una revolución de conciencias para continuar con la transformación. En una maroma argumentativa como las que lo caracterizan dijo que tanto la Fiscalía General de la República como el Poder Judicial de la Federación actúan con absoluta autonomía, que se acabó aquello de que todo lo ordenaba el ejecutivo; al grado dijo que había invitado tanto al Fiscal General de la República como al Presidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que no habían ido. Cosa que hubiera sido impensable en otros tiempos pues ahora tenían la “arrogancia de sentirse libres” … vaya frase diría yo: “la arrogancia de ser una marca registrada”, la arrogancia del intolerante”, “la arrogancia del tirano”.

En suma, el presidente se mantuvo apegado al guión dijo que la economía va muy bien, que ya se aplanó la curva de contagios, que la educación en nuestro país está garantizada y que es de primera, que los servicios de salud son óptimos, que ya no existe la delincuencia, que hay medicamentos para todos, que PEMEX va viento en popa y que todos debemos estar felices y agradecidos por su magnanimidad. Todo es una vil mentira, un vil engaño y para evidenciar la mentira y el engaño hay datos, literalmente hay otros datos para poder contrastar con su dicho. Hay evidencia de que estamos en la peor crisis económica, que se han perdido miles de empleos tanto en el sector formal como en el informal, que los contagios están a la orden del día y crecen exponencialmente, que el derecho a la educación y la falta de acceso a los servicios educativos se ha visto sumamente afectada con preponderancia en los sectores más marginados, que no hay servicios de salud ni medicamentos, que los niños, niñas y adolescentes con cáncer están muriendo por falta de medicamentos oncológicos, que la violencia intrafamiliar crece, que los feminicidios aumentan, que el crimen organizado sigue imponiéndose, y un amplísimo etcétera. Sin embargo, por razón de espacio me voy a dedicar en estas breves líneas a refutar el segundo informe de gobierno atendiendo únicamente a la materia de derechos humanos; para evidenciar de nueva cuenta que existen “otros datos”; y que, contrario a la práctica reiterada del presidente el primer paso para lograr eliminar las violaciones de derechos humanos es reconocerlas y dar cuenta de ellas.

El presidente insiste en apelar al amor de las familias y a la fraternidad del pueblo de México y sobre todo en invisibilizar el incremento en la violencia de género que en su vertiente más extrema es la violencia feminicida. El feminicidio es un delito que no ha disminuido y sí hay otros datos. Es más, hay datos oficiales, por ejemplo, según los datos del secretariado ejecutivo del sistema nacional de seguridad pública tan solo entre enero y julio del presente año se registraron 566 feminicidios en México, lo que representa un aumento del 5.4 por ciento con respecto a las cifras de 2019 (536 feminicidios) y de casi el 10 por ciento con respecto a 2018 (516). Además, según estimaciones del anexo estadístico del propio segundo informe de gobierno (basado en cifras del INEGI), nuestro país alcanzará un nuevo récord de asesinatos, así, al finalizar este sangriento 2020 se habrán cometido en México 40 mil 863 asesinatos.

Es falso que, “ya no hay torturas, desapariciones, ni masacres”; y que lo diga el presidente en su informe es una señal evidente de su desapego a la realidad, de su falta de empatía y de que vive en campaña. Tan solo desde el 1º de diciembre de 2018 (fecha en que rindió protesta como presidente de México) a la fecha, se han registrado cerca de doce mil personas como desaparecidas o no localizadas.

En su informe el presidente presumió sobre los apoyos a mujeres e indígenas, dijo que no eran dádivas, sino justicia; pero omitió mencionar que esos programas durante su gobierno han surgido enormes recortes (por las “medidas de austeridad”) o subejercicios. Así por ejemplo el Programa de Derechos Indígenas, del cual una parte del dinero se va (o cuando menos así debe ser) a las Casas de la Mujer indígena y Afromexicana (CAMI); y que sin embargo operaron únicamente con trabajo voluntario y sin un solo peso del gobierno, durante estos casi seis meses del terrible confinamiento por la pandemia por Covid-19 y con el aumento a la violencia intrafamiliar. Igualmente hizo gala de estudios de género que serán cancelados, como con secuencia del recorte del 75 por ciento al gasto operativo aprobado el 16 de julio en la junta de Gobierno del INMUJERES.

Y si, muchos podrán decir que todos y cada uno de los presidentes maquillan las cifras al momento de rendir sus informes, o hablan de los logros y éxitos de sus gestiones, que ninguno es autocrítico, que ninguno es honesto. Sin embargo, creo que es válido afirmar que a 21 meses de iniciado su mandato ya va siendo hora de que el Presidente de la República se asuma como tal y deje de culpar a las administraciones anteriores de su torpeza, impericia e improvisación. Es indispensable que el Gobierno actual deje de culpar no sólo a las administraciones anteriores, sino también al neoliberalismo, a los conservadores, a los fifis, a los corruptos, a la pandemia y a todas las fuerzas obturas que se alían para operar en su contra, de la terrible situación de los derechos humanos en nuestro país.

Es momento ya de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) acepte su responsabilidad presente; y sobre todo que se ocupe de buscar soluciones para atender las enormes deudas que en materia de derechos humanos existen en nuestro país. Estamos hablando de mujeres, de niñas, niños y adolescentes, de migrantes, de defensores de derechos humanos, de quienes ejercen el periodismo, de las personas desaparecidas, estamos hablando de personas de todas las edades, con rostro, con ilusiones y cuya dignidad no ha sido respetada.

El respeto a la dignidad humana debe ser el eje rector de toda política pública y no debe servir de retórica evangélica. De nada nos sirve que el presidente insista en culpar a la “peste de la corrupción” de todos los males que aquejan a México. Queremos “hechos y no palabras” (por citarlo literalmente). Pues el supuesto bienestar del pueblo bueno está lejos, muy lejos de ser una realidad. Y sin duda las crisis económicas y de salud que dejará la pandemia harán esta desoladora realidad. No nos olvidemos que este segundo informe de gobierno es de especial relevancia puesto que se rinde días antes del inicio del proceso electoral 2020-2021; precisamente por ello el presidente se mantuvo sobre sus tres ejes retóricos: el combate a la corrupción, los programas sociales implementados en su gobierno y el bienestar (y la felicidad) del pueblo sin atender a la situación real del país. Es momento de que se ponga a gobernar y si no lo hace es tiempo de que los ciudadanos le pasemos factura en las urnas.