Recientemente participé en una videoconferencia académica; recordé que hace más de tres décadas cayó el Muro de Berlín y que el anhelado objetivo del desarrollo económico y social sigue siendo un pendiente de la comunidad internacional. Tan solo a manera de ejemplo, el título del Informe de Desarrollo Humano del PNUD 2019, acredita el difícil trance actual de la humanidad: “más allá del ingreso, más allá de los promedios y más allá del presente.” Como señala dicho Informe, no hay respuesta sencilla para abordar desafíos sistémicos, limitar el poder y dominio político de unos cuantos y atenuar la denominada nueva generación de desigualdades.

Cierto, hace cinco años Naciones Unidas aprobó los denominados 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), como parte de la Agenda 2030, y los resultados no son halagadores. Se repite así la historia de los paliativos instrumentados en las sucesivas décadas para el desarrollo, adoptadas por la misma ONU entre 1960 y 1990. En tales condiciones, es muy complicado identificar las causas profundas que estimulan pobreza, hambre, desigualdad, enfermedades y migraciones en todo el orbe.

Hagamos uso de la memoria. El socialismo real está agotado porque fracasó en su esfuerzo por eliminar rezagos mediante la instrumentación de los paradigmas económicos del materialismo histórico, si bien no pierde actualidad el rigorismo académico del marxismo para explicar la perversidad inherente al sistema de desarrollo capitalista. De igual forma, la ausencia de resultados de las diferentes escuelas de pensamiento económico que estuvieron en boga después de la Segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días, avala que nadie ha sido capaz de encontrar la fórmula que permita superar la miseria estructural del mundo. Lo mismo se quedaron cortos el desarrollismo, el esquema centro-periferia, la teoría de la dependencia y más recientemente, el neoliberalismo. En la búsqueda de la justicia, las revoluciones armadas también han ido y venido. En todos los casos, la paradoja parece fincarse en la identificación, hasta ahora siempre malograda, de la proporción justa de intervención del Estado o del mercado, que garantice igualdad y acceso de oportunidades para todos. Así de simple y así de complejo.

Al final de la década de los noventa del siglo pasado, la entonces novedosa promesa neoliberal sostenía que la libertad económica y de mercado serían suficientes para estimular el desarrollo, por lo que la acción del Estado debía limitarse a garantizar esa libertad y la buena gobernanza. Con esta premisa, se pensó que la pobreza podría abatirse en el corto plazo. Como resultado, el mismo Estado se alejó de su papel rector de la actividad económica y los gobiernos del mundo periférico adoptaron estrategias de apoyo focalizadas en los sectores más necesitados, siguiendo criterios transitorios y de emergencia. Pronto, el sueño se desvaneció ante la cruda realidad. Según el Banco Mundial, luego de que la pobreza extrema disminuyó constantemente durante casi un cuarto de siglo, hoy y por primera vez en una generación, la misión de ponerle fin sufre su peor revés y se agrava por la pandemia de Covid-19, el cambio climático y conflictos en diversas regiones. Así las cosas, nadie tiene una respuesta contundente al tema del desarrollo, que por lo visto seguirá siendo deuda pendiente en los años por venir. En cualquier caso, habrá que evitar lo predicho por el cosmógrafo Carl Sagan, de que la extinción es regla y la supervivencia excepción.

Internacionalista.