Cada pueblo acuña conductas y prácticas políticas que van esculpiendo las características de su sistema e impactan en el comportamiento de sus instituciones. Más allá del modelo estadounidense para elegir al presidente de la Unión Federal, que hinca su raíz en el diseño constitucional de 1787, esa Nación se decantó por la república vis a vis la monarquía, pero también por la aristocracia vis a vis la democracia, en el otorgamiento de ese mandato ejecutivo de carácter nacional.
Dos referentes: conformar una forma política distinta a la que depositaba el poder en una testa coronada y establecer el surgimiento de la titularidad del Ejecutivo Federal en un órgano diferente al Poder Legislativo. No a la forma monárquica y tampoco a la parlamentaria o ejercicio de gobierno con base en una mayoría en la representación popular colegiada. Tampoco, era muy pronto, la elección directa.
La invención del régimen presidencial en la Constitución Estadounidense está entonces aparejada al establecimiento del sistema electoral que —hoy por hoy— aparece arcaico: la elección indirecta a través de la votación estatal y la asignación de delegados de cada entidad federativa para la convención electoral, conforme al resultado global correspondiente.
En esa tradición política se fue generando una forma de conducta particular: el resultado queda definido, antes de finalizar el cómputo de votos y, desde luego, mucho antes del colegio electoral de los delegados sufragados, mediante el reconocimiento del triunfo o la concesión de la derrota por parte de quien no obtuvo la mayoría en un sistema de bipartidismo acentuado.
Ese acto —de facto— se constituye en el fin de la contienda y el inicio de la etapa de continuación o de renovación en la titularidad de la presidencia, según el caso.
Quizá se recuerde la tensión y solución final a la disputa por ese cargo en los comicios del año 2000, cuando Al Gore concedió no haber triunfado al fenecer la jornada electoral, y unas horas después se desdijo para esperar el recuento del cómputo de votos en Florida, que finalmente detuvo la Corte Suprema para que resultara electo George W. Bush.
No obstante la evidencia disponible, ese reconocimiento del resultado electoral desfavorable ha sido el gran ausente en la conducta del presidente Donald J. Trump, quien además impulsa la presentación de impugnaciones al resultado electoral en algunos estados donde presumía que triunfaría, a fin de revertir el saldo desfavorable.
Sin entrar al detalle, por la diferencia de votos electorales obtenidos por Joe Biden, no parece —ni siquiera remotamente— factible anular un número suficiente de sufragios populares para modificar la mayoría del Partido Demócrata en el número de entidades necesarias para que los delegados pasen a ser compromisarios del Partido Republicano.
Sin embargo, en vez de practicar la convivencia democrática con el adversario electoral, Donald J. Trump ha optado por declararse víctima de fraude sin aportar ninguna prueba de ello, activar estrategias de impugnación y mantener no sólo la polarización de la sociedad estadounidense, sino la tensión entre los extremos correspondientes.
A diferencia de lo que ocurre en países con una autoridad electoral nacional o federal para este tipo de comicios, en los Estados Unidos de América la facultad para organizar y desarrollar la elección presidencial corresponde a cada Estado, conforme a sus propias leyes e instituciones locales. Si de por sí se estima increíble que el presidente pudiera —lo escribo solo para ilustrar el argumento— ser objeto de un fraude electoral en un estado, menos creíble es que ello ocurra en una pluralidad entidades federativas, gobernadas incluso por políticos republicanos, como los casos de Arizona y Georgia.
Al contrario, sin dejar de observar el fenómeno del “trumpismo”, el presidente en funciones que aspira a la reelección lleva implícita la ventaja de las facultades y medios que otorga ese cargo. El regreso a la realidad del protagonista del reality show con el cual se pretendió dar cauce al gobierno estadounidense es duro: el ciudadano acudió como nunca antes a ejercer su sufragio y optó mayoritariamente por el cambio.
Ningún sistema electoral puede pervivir y fortalecerse si la decisión del resultado de los comicios queda exclusivamente a cargo de quien no obtuvo el voto mayoritario. Hay medios legales y existe el derecho a interponerlos y que sean resueltos conforme a la ley, pero ante la ausencia de voluntad para reconocer el veredicto emanado de las urnas, otros componentes han de actuar para impedir la zozobra de la incertidumbre: las autoridades electorales locales, los medios de comunicación y la observación del comportamiento del voto -con sus propias particularidades- en la elección de otros representantes populares; hay una aproximación al conocimiento del resultado, con base en lo ocurrido en las elecciones coincidentes.
Con ese sustento, es tradición entre los países que mantienen relaciones diplomáticas, saludar el ejercicio democrático de ese pueblo y felicitar a quien ha logrado un resultado favorable en el cómputo total de la elección.
México ha actuado conforme a esa práctica y también ha sido beneficiario de ella. ¿Ello erige a quien lo hace en autoridad electoral en el país donde se realizaron los comicios? ¿Ello implica una acción de intervención en otro Estado? ¿Ello tiene un significado de reconocimiento al resultado electoral y sus consecuencias para el país donde se celebraron las elecciones? No, pero es un gesto de atención, cortesía y reconocimiento al pueblo de ese Estado por la celebración de comicios democráticos.
¿Por qué ante la evidencia contundente de los resultados y la obtención de la mayoría necesaria de votos electorales, el presidente Andrés Manuel López Obrador se ha abstenido de saludar la jornada electoral estadounidense y felicitar al triunfador emanado de los cómputos estatales? ¿Por qué refugiarse en los principios normativos de la política exterior mexicana para evitar esa práctica, e incluso señalar que no habrá contacto con el virtual presidente electo, hasta que sesione el Colegio Electoral y realice su función el 14 de diciembre entrante?
Para alguien que no limita su actuación a lo normado por las leyes, el argumento del respeto a la Constitución suena hueco y no genera credibilidad.
¿Es proyección de las reclamaciones que hizo en 2006 por los pronunciamientos del extranjero? ¿Es temor a las represalias del presidente Trump? Lo ignoro, pero estamos ante un error en el diseño y ejecución de la política exterior de esta administración, como el programa de la visita a Washington de julio último y servir de peón electoral al inquilino de la Casa Blanca. La realidad es que Joe Biden triunfó y el Ejecutivo mexicano aparece incapaz de adaptarse al cambio, incluso al que depende de otro pueblo.

