La peste que azotó a Inglaterra un año y medio, durante los años 1665 y 1666, mató alrededor de cien mil personas que en ese entonces representaba la cuarta parte de la población londinense. Al extenderse la enfermedad se decretó la cuarentena, una vez que una persona era detectada con la enfermedad se sellaba su vivienda y nadie podía salir de ella.

También se instauró cuarentena para los barcos que llegaban al puerto, esa medida ya se había observado en la peste anterior hacía 80 años, que arrojó mil muertos semanales. Desde entonces se conocía el procedimiento más elemental para cortar el vector de contagio. Al leer los relatos de Samuel Pepys y de Daniel Defoe, uno no puede evitar en el paralelismo con nuestra pandemia. El temor de la población cuando ésta llegó a niveles nunca esperados, pero a la vez la charlatanería que parecía tener más impacto en la población.

Las protestas por la pérdida de libertad, el sufrimiento de los más pobres, la falta de médicos, la desinformación, en fin, que más de trescientos años después no hemos avanzado mucho.

El control de las epidemias implica un compromiso ciudadano, colectivo e individual. No es fácil, como lo hemos estado viviendo, sufrir las pérdidas económicas, de libertad, de trabajo, de socialización.

A la fecha el promedio diario de fallecimientos desde marzo es de casi 400, y el promedio diario durante la últimas semanas ha sido mayor a 550. Los contagios se han mantenido desde hace semanas alrededor de los diez mil diarios.

Sin duda, algo está fallando desde la prevención. Se entiende la importancia de la economía y de la necesidad de no parar al país, pero lo que uno observa es a una gran mayoría de personas sin usar cubre bocas y sin respetar la distancia. Las reuniones sociales tampoco se detienen.

Es cierto que muchas personas salen por necesidad, pero también es cierto que muchas de ellas lo hacen sin el menor cuidado. Y uno puede preguntarse, ¿por qué aumentan su riesgo y el de los demás? Al parecer la respuesta es muy simple, porque no creen que se puedan contagiar, porque no creen que el cubre bocas o la sana distancia tengan alguna utilidad, porque no les importa contagiar a los demás y porque no han sufrido de cerca ningún deceso o enfermo de gravedad con el virus.

Por supuesto que las restricciones, o más específicamente toda limitación, significa una pérdida de libertad, pero cuando ésta medida tiene como sentido fundamental proteger a la colectividad, debería ser una acción que se acate voluntariamente, a sabiendas que es algo temporal que nos permitirá en el futuro inmediato la recuperación total de nuestra capacidad para realizarnos como seres humanos y hacer lo que nos parezca mejor para nuestro bienestar.

Sin embargo, hay una ausencia de credibilidad en la política de prevención que mina de manera alarmante las recomendaciones mas elementales contra la expansión de la pandemia. Hay que pensar quiénes y cuáles son las personas e instituciones que mantienen la confianza ciudadana para que sean ellas las más activas en la difusión de las medidas preventivas y curativas. Pienso en los médicos y sus asociaciones, en los maestros, en las universidades y en las iglesias.

Quizá sea mucho pedir porque muchos de ellos se encuentran en la primera línea de atención pública y son sin duda de los más vulnerables al contagio y han sido ya de los gremios más afectados con la enfermedad y por los fallecimientos consecuentes, pero su credibilidad moral frente a la población les convierte en un arma muy importante para la concientización colectiva.

Ciertamente, al parecer la vacuna llegará con mayor rapidez de lo previsto, y no es una sorpresa, las pérdidas en las economías nacionales y privadas han hecho que las naciones y las grandes empresas mundiales apoyen el desarrollo acelerado de esos insumos. Pero, no nos confiemos, los efectos secundarios y sus limitaciones se irán descubriendo solo meses después de que se comiencen a aplicar de manera masiva, hasta entonces sabremos los efectos no previstos y la verdadera eficiencia del medicamento.

Las medidas preventivas contra el contagio no se pueden relajar, al contrario, deberíamos reforzarlas frente a una probable confianza de la población en los tratamientos y las vacunas.

Urge una política gubernamental efectiva que logre concientizar al pueblo. Finalmente, al parecer, no será la última pandemia y no habrá que repetir los errores presentes. Más de cien mil muertos no es poca cosa.