El 26 de noviembre, el presidente López Obrador presentó su Guía ética para la transformación de México. Con ella pretende influir en la conducta de los ciudadanos de México. Es una proclama moralizadora cargada de preceptos que considera virtuosos; sugiere que con ellos gobierna su actuar en esta vida y en su función de gobernante.
Contiene 20 cánones para catequizar a los creyentes de la 4T y quizá convencer a irredentos. Aunque fue escrito por un equipo de colaboradores, el documento refleja la inclinación del presidente, reitera sus arengas contra el régimen neoliberal y su defensa de la igualdad social y la justicia por encima de las leyes “injustas”.
En la plaza pública el anuncio de la Guía se recibió con escepticismo; obtuvo más críticas —y mofas— que halagos. Gilberto Guevara Niebla, por ejemplo, en una carta pública, parafrasea a Nietzsche y piensa que tal proclama representa una “moral de manada”. Además, juzga que es “Un panfleto superficial, contrahecho, improvisado, plagado de faltas y de enunciados erróneos tanto por su estructura lógica o como por su contenido ético”.
La Guía incluye de todo, valores universales contemplados en las mayores religiones del mundo y prescripciones para alcanzar la felicidad. El repertorio de contenidos metafísicos habla del respeto y disfrute de la vida, placer y sufrimiento, perdón, fraternidad, diferencia e igualdad, amor, gratitud, dignidad y perdón.
En un tono terrenal también discurre sobre justicia, leyes, autoridad y poder, riqueza, economía y trabajo. Abraza preceptos sobre familia, verdad, confianza, fraternidad y naturaleza. Una creencia entrañable del presidente es redimir a México de la herencia neoliberal. Por ello el canon 10 habla de redención:
Desde una perspectiva humanista, los criminales y corruptos pueden redimirse por medio de la reflexión, la educación e incluso la terapia psicológica… Prefiere la libertad a la prohibición; la escuela, a la cárcel; la esperanza, a la desconfianza y la sospecha.
La mayor parte de los analistas toman esta proclama por su valor intrínseco, por las palabras y el mensaje simbólico. Mas pienso que también propone un derrotero para la educación cívica; claro, no en sus términos formales, aunque quizá en los libros de texto gratuitos por venir se reproduzcan pasajes de este opúsculo.
De acuerdo con académicos que analizan la educación cívica no hay una forma única de cultivar la formación de ciudadanos. Como los asuntos de ciudadanía están ligados a las historias nacionales, en los contenidos predominan enfoques idiosincráticos. Estos tipos son el democrático, el institucional y el de los valores perdidos.
Cada uno tiene cualidades distintivas, aunque en la práctica cotidiana de los sistemas educativos coinciden. No obstante, uno predomina.
El modelo democrático de formación ciudadana tiene raíces humanistas, promueve el pensamiento crítico, independencia de criterio, autonomía personal y formación del carácter como atributos deseables de una persona cosmopolita, habitante del planeta, aunque tenga domicilio en una nación particular.
En la letra del artículo 3º se encuentran enunciados, unos vigentes desde 1946, otros de manufactura reciente. Por ejemplo “la educación se basará en el respeto irrestricto de la dignidad de las personas”. “Tenderá a desarrollar armónicamente todas las facultades del ser humano y fomentará en él, respeto a derechos, libertades”. También promoverá “la cultura de paz y la conciencia de la solidaridad internacional, en la independencia y en la justicia… Será democrático…”
Además, contribuirá a la mejor convivencia humana, al aprecio y respeto por la naturaleza, la diversidad cultural, la dignidad de la persona, la integridad de las familias, ideales de fraternidad e igualdad de derechos, evitando los privilegios de razas, religión, grupos, sexos o individuos.
Investigadores de la política educativa muestran que tales estatutos, si bien plausibles y correctos, no se manifiestan en la pedagogía habitual ni llegan a las aulas; en éstas predomina la costumbre institucional.
El tipo democrático es la norma, pero las rutinas, hábitos, símbolos de la práctica escolar son la esencia de la pedagogía. Los alumnos asimilan pautas conductas no por lo que dicen los libros de texto, ni por lo que dictan los maestros, sino por las relaciones sociales informales que se establecen en las aulas. Basil Bernstein le llamó pedagogía invisible.
Si un docente es autoritario y privilegia el orden y la disciplina por encima de la armonía entre los alumnos, si prefiere que reciten lo que él dicta o repitan lo que indican los manuales, induce a que los alumnos se comporten como seres dóciles, obedientes y dispuestos a seguir instrucciones de sus superiores.
Por el contrario, si en el salón de clases se privilegian la cooperación, si el docente se comporta más como un preceptor amigable, si promueve el diálogo y la toma de ediciones en equipo y al mismo tiempo impulsa la autonomía de cada uno de sus estudiantes, contribuirá a formar ciudadanos conscientes de derechos y obligaciones; también a forjar trabajadores responsables.
Sin embargo, la conseja que predomina en la Guía ética es la recuperación de los valores perdidos, una perspectiva conservadora. Lo expreso en el sentido clásico de la palabra, no en el que emplea el presidente.
Esa afirmación no es producto de una exploración sicológica sobre cavilaciones del presidente, tampoco de un estudio sesudo de sus mensajes. Él lo expresó en el primer párrafo de la presentación de La cartilla moral, de Alfonso Reyes, que impulsó el año pasado; acto predecesor de la Guía:
La decadencia que hemos padecido por muchos años se produjo tanto por la corrupción del régimen y la falta de oportunidades de empleo y de satisfactores básicos, como por la pérdida de valores culturales, morales y espirituales.
Guevara Niebla considera que el principio de que el gobierno debe tutelar la moral de la sociedad proviene de la colonia, donde reinaba un código ético único, el de la religión católica. Aventuro que también emana del sincretismo cultural del régimen de la Revolución mexicana, que reproducía los valores, que AMLO abrevó en la escuela primaria siendo niño y que nutrió sus primeras experiencias en la política, en el PRI de los 1970. Ello, en mixtura con su fe de creyente.
En el orden corporativo de la Revolución mexicana no había un código ético y cultural único, pero sí hegemónico, la disidencia era reprimida o ignorada y la idiosincrasia nacional pesaba más en el actuar cotidiano de los ciudadanos que consideraciones cosmopolitas. Cada quien sabía cuál era su lugar. Y el presidente estaba en la cúspide de la estructura política y social.
La Guía invoca al “pueblo bueno y obediente”, a la “lealtad ciega”. Esa es, pienso, la revolución de las conciencias de la que habló el presidente. Aspiración que, a fe mía, chocará con la realidad, como buena parte de los dichos de Andrés Manuel López Obrador.


