Aunque era posible prever la duración de la emergencia sanitaria desatada por el nuevo coronavirus aparecido en Wuhan hace poco más de un año, hasta no poderse contar con la vacuna que lo evite o disminuya su agresividad o bien generarse los medicamentos para combatirlo, las fases de la planeación para hacerle frente en nuestro país se vieron sin un auténtico horizonte del plazo para actuar.

Ahora que las vacunas desarrolladas por distintos laboratorios –en un ejemplo de alto valor a la contribución científica y la capacidad empresarial– son una realidad y estarán el próximo a disposición, sobre la base del terreno que falta por recorrerse, es pertinente ensayar el recuento de algunas de las situaciones en las cuales hemos estado inmersos.

Como sociedad, y quizás ninguna lo estaba, no nos encontrábamos preparados para la pandemia, y el momento en el cual sobrevino fue particularmente complejo en el ámbito gubernamental: la reforma al sistema de salud para quienes carecen de seguridad social y la incertidumbre económica generada por las decisiones y el discurso del Ejecutivo Federal en torno al cumplimiento de compromisos tutelados por la ley.

Más serio, en el campo político, lo obvio: la descalificación y la escisión del país entre quienes piensan distinto de la posibilidad de converger a la construcción y desarrollo de las decisiones y acciones nacionales que propone el presidente de la República. Y, sobre todo, la incapacidad para reflexionar sobre el riesgo de esa forma de concebir el ejercicio del poder público para la preservación de la salud de la población.

En el inicio de la –en su momento– atrasada respuesta gubernamental ante la emergencia de salud pública, se sentaron las premisas de una gestión lamentable: (i) la ausencia de planeación de la acción indispensable con un horizonte abierto en las materias de la salud, la economía y el mantenimiento del acceso a los niveles alcanzados de desarrollo social; (ii) la falta de articulación del compromiso integral del Estado mexicano, con base en la convergencia de órdenes de gobierno, de organizaciones sociales y económicas, de instituciones educativas y de la sociedad civil organizada; y (iii) la falsa pretensión de motivar y adoptar las decisiones que competen a la administración pública con base en el conocimiento científico y el consejo de los especialistas, para encubrir la voluntad presidencial sobre qué, cómo y cuándo hacerlo.

Algunas declaraciones y decisiones constituyen la muestra de la prueba del fracaso de la administración federal y quien la encabeza. ¿Quién y cuántas veces hizo mención de que las cosas iban bien? ¿Quién señaló en diversas intervenciones que ya se había domado la pandemia? ¿Quién habló de un escenario catastrófico que ahora la realidad refleja multiplicada su peor previsión? ¿Quiénes han tenido que reconocer que han repuntado los contagios y podría rebasarse la capacidad del sistema de salud, particularmente en la zona del país con mayor infraestructura y mayor número de habitantes?

El Gobierno Federal en turno conduce al país a partir de la imaginación y la articulación de narrativas. Aceptado en el juego del poder, pero sin resultados para mejorar las condiciones de vida de las personas. La más reciente de ese cuño está construida en torno al arribo, distribución y aplicación de las vacunas. El imaginario colectivo alimentado por la esperanza de la inoculación inmunizante; el anuncio de tiempos de arribo; la aplicación a grupos de personas en razón de su riesgo y edad, y el calendario que se adentra en el 2022.

Si el plan se anuncia para el personal del sector salud y para grupos de edad como objetivo, pero sin los elementos que hagan factible asumir una hoja de ruta y un calendario susceptible de cumplirse, es la enésima narrativa sin asideros y el preámbulo de la construcción de las explicaciones e, incluso, las recriminaciones, por ejemplo, que de aquí a abril de 2021 (faltarán menos de 120 días cuando este texto se publique) no se haya vacunado a todo el personal de salud y todas las personas mayores de 60 años, lo que involucra a más de 16 millones de compatriotas.

Como otras, aún con la capacidad logística del Ejército Mexicano, es una narrativa más. Además, sin la participación de las autoridades locales y municipales, se incurrirá en el mismo error de olvidarlas para la planeación y ejecución inicial de las medidas de contención del virus. Esta planeación en la soledad de la esfera de una oficina federal y con la sociedad ausente, está –adicionalmente– en riesgo de repetir el equívoco de la ausencia de visión inicial.

El retorno al confinamiento de marzo pasado en la Ciudad de México y el Estado de México es una muestra adicional de una actuación deficiente. Si bien es muy comprensible la determinación de haber reanudado una serie de actividades por su relevancia en el proceso económico, la falta de procesos adecuados para ir a esa reactivación, la ausencia de protocolos de actuación y de procedimientos de verificación del cumplimiento de las medidas necesarias, así como la pertinaz inducción a la confusión de los funcionarios públicos (unos cumpliendo medidas y otros desafiándolas), han conducido a diversos rangos de relajamiento de las conductas preventivas de la población.

Puedo concurrir en que el pueblo mexicano no se caracteriza por el cumplimiento voluntario de las normas que regulan la convivencia o que postulan la prevalencia del interés público; si así fuera, la corrupción no se habría extendido tanto a lo largo de la geografía y las generaciones del país. Con ese antecedente, parece demasiado fácil para el Gobierno Federal refrendar su actitud de que la responsabilidad de cuidar la salud de la población ya no le compete, sino que es una tarea inherente a cada persona.

Quienes trabajaron para la estadística de la ocupación de las camas y no para la salud de las personas nos quieren hacer pensar que si hay contagios es a causa de la forma en la cual se da el comportamiento social. Si el respeto a la normatividad es bajo, es deber gubernamental motivar su cumplimiento.

Toda persona tendría que hacer lo propio, pero el entorno no ha contribuido: un Ejecutivo Federal empeñado en no reconocer en su comportamiento cotidiano lo que protege del contagio; un el vocero de la pandemia enredado en la soberbia, la descalificación de toda observación crítica, el padecimiento de la auto importancia fallida y la charlatanería envuelta en lenguaje para infantes; un Consejo de Salubridad General cuyo desempeño aconseja revisar si su nivel y función constitucionales valen la pena cuando no puede obligársele a actuar, y una nula consideración a la emergencia económico-social detonada por el confinamiento y la pertinencia de establecer programas para garantizar los empleos, el ingreso y la capacidad elemental para recuperar paulatinamente el crecimiento del producto interno bruto.

Así, no llama la atención –con 0.10 por ciento de mortalidad de la población (130,000 decesos) reconocido oficialmente– el señalamiento doble de la Organización Mundial de la Salud sobre la falta de seriedad de la acción gubernamental mexicana y que somos de los países que no lograron controlar el brote (primera ola de llama con cierto eufemismo) de la pandemia, se insista en que las cosas marchan bien. Se tenían componentes para actuar mejor, pero se ha fracasado.

Si en un momento crítico anterior hubo oídos sordos al planteamiento de un gran acuerdo nacional para enfrentar la pandemia y sus consecuencias,  para incorporar a la distribución de responsabilidades a los ex–secretarios de Salud que plantearon un programa alternativo o para establecer medidas concertadas con los gobiernos de las entidades federativas por encima de las militancias partidarias, lo que podemos colegir es que habrá más de lo mismo: negación de la realidad, narrativa a modo y control del mensaje en los medios. Nada de ello preservará la salud de la población.

¡Qué paradoja! Del gobierno que anunciaba el cambio se esperaba más. Queda casi todo a deber.