Estos días de pandemia son tiempos ásperos, de extravío de las rutinas habituales y el encumbramiento de nuevas inercias dictadas por el encierro forzado. No se sepulta lo aprendido en la vida, pero se cultivan nuevas prácticas, aún dentro de la misma ocupación.
Como parte de mi labor profesional he dado seguimiento a la política educativa, en especial a Aprende en Casa y otros asuntos de educación a distancia. Mis estudiantes de posgrado y yo establecimos un seminario para tal fin. Ya tenemos el diseño de ocho artículos o eventuales capítulos de un libro. En esos damos cuenta de perspectivas teóricas, prácticas de docentes, miedos y expectativas de padres de familia, proceder de alumnos, ampliación de la brecha de desigualdad y de los cambios que llegaron y que tal vez persistirán en la escuela presencial.
Analizamos encuestas que levantaron organizaciones de la sociedad civil y periódicos, examinamos declaraciones del alto funcionariado y de actores sindicales, de dirigentes de asociaciones de padres de familia y de dueños de escuelas particulares. También tratamos, aunque es imposible por la cantidad y velocidad con que emergen, darle seguimiento a publicaciones y foros académicos en línea que se encargan del asunto.
Huelga decir que trabajamos en línea. En este trayecto me ocupo de analizar lo que dicen y hacen otras personas. Hasta este martes 9, cuando una madre de familia me preguntó qué hago en mi docencia, si he aprendido algo. Fue en un Webinar, respondí que doy clases en licenciatura y posgrado, que es un poco más fácil dada la madurez de los estudiantes y de que son materias de ciencias sociales. Fue una contestación rápida donde no alegué sobre la cuestión planteada. Mas me quedé con la espina.
No soy muy dado a la reflexión, hago pocos altos en el camino, realizo mis tareas con regularidad, aún en estos tiempos. Pero esa pregunta me condujo a una introspección. Resumo.
La primera llamada al encierro coincidió con el fin del trimestre en mi Casa abierta al tiempo, la Universidad Autónoma Metropolitana. A finales de marzo ya nada más fui a registrar mi firma electrónica para entregar calificaciones.
En mayo de 2020 me tocó impartir un seminario de tesis a estudiantes de maestría. Tras los primeros escarceos por la modalidad, a pesar del curso de actualización tuve dificultades para administrar el aula electrónica de Zoom. Pero mis estudiantes me ayudaron. No fue una experiencia traumática, el seminario trataba de que expusieran avances de su proyecto de tesis, que debatieran entre ellos y se apoyaran entre sí. Funcionó, aprendí a manejar la plataforma y a conducir al grupo a distancia. No fue tan complicado porque el hilo conductor era el trabajo de los alumnos. Como de costumbre, revisé y comenté sus borradores y di mis puntos de vista. Al siguiente trimestre se repitió la experiencia con la novedad de que invité a una de mis estudiantes de otra maestría a que se uniera al grupo. Estoy satisfecho. Al menos cuatro de esos estudiantes están por concluir sus tesis de grado.
En ese mismo trimestre de Primavera 2020 (nuestro calendario escolar está trastocado por la huelga del Sindicato Independiente de Trabajadores de la Universidad Autónoma Metropolitana de 93 días en 2029), me atañó conducir un seminario de teoría para estudiantes avanzados del Doctorado en Ciencias Sociales. Fue complicado. Para septiembre, que es cuando comenzó el curso, los alumnos estaban cansados del encierro, se quejaban de la abundancia de lecturas que los profesores les exigíamos, demandaban más tiempo para seguir con sus investigaciones.
A la mitad del periodo, al notar falta de ánimo y escasa discusión en el grupo (más si lo comparaba con el seminario que impartía en maestría) les apliqué una encuesta. Fue anónima, le pedí a uno de los alumnos que las compilara sin que aparecieran sus nombres, incluso en la de él y me enviará las respuestas. Hice tres preguntas: ¿qué les parece bien y que mal del seminario?; ¿qué bien y qué mal de la tarea del instructor?; ¿qué sugieren para mejorar?
Aprendí que ese grupo está lejos de ser homogéneo (claro, ninguno lo es, pero aquí las diferencias entre los estudiantes son mayores que en otros), discrepan mucho; noté discordancias entre desidia y laboriosidad, paciencia y desasosiego. Actitudes difíciles de conciliar. Una de las sugerencias es que como profesor del grupo interviniera más, que diera lecciones; lo cual desbarataría la noción de seminario, de discusión y deliberación entre el estudiantado de problemas teóricos, de perspectivas de análisis e interpretación de la educación y los sistemas escolares.
Tal vez, si el seminario hubiese sido presencial no me hubiera dado cuenta de tanta divergencia; buena parte de la apatía acaso se debiera al recogimiento forzado.
En el presente trimestre, que comenzó en diciembre, imparto a estudiantes de nuevo ingreso a la licenciatura el módulo introductorio a los estudios universitarios, le llamamos Tronco Interdivisional. Son jóvenes adultos, la mayoría recién egresados del bachillerato, unos cuantos con sabáticos de por medio. Varios son inquietos, unos cuantos en el otro extremo.
La primera tarea que les encargué es que escribieran su autobiografía en no más de mil palabras. Puse énfasis en que no quería un currículum vitae, sino que me contaran su vida, ambiciones, problemas, lo que les enoja o motiva y que esperaban de la Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco y su sistema modular.
Con estos jóvenes ratifiqué asuntos que ya sabía acerca de las deficiencias que acarrean de sus estudios previos y aprendí que los tiempos son más crudos de lo que pensaba.
Si ustedes, lectores, me lo permiten, en la entrega del 14 de marzo les contaré de este aprendizaje. En la del 28 de este mes me ocuparé de la ascensión de Delfina Gómez Álvarez al mando de la Secretaría de Educación Pública.


