La narrativa de quien aspira al ejercicio de las responsabilidades públicas tiene como eje conductor a la esperanza, que necesariamente va acompañada de la propuesta. Sin embargo, no es extraño que la primera supere en forma amplia a la segunda. Gran expectativa y planteamientos carentes de viabilidad, ya por ignorar la realidad más elemental o por carecerse de herramientas políticas, económicas, intelectuales, sociales y culturales para poderlos cristalizar.

Se ha expuesto y argumentado que el mandato otorgado al entonces candidato de la coalición “Juntos haremos historia” en 2018 es el producto de una elección democrática, no de una revolución. El cambio de régimen que se plantea bajo el titular de “La Cuarta Transformación”, puede entenderse como una derivación válida y legítima del acceso al mandato por medio del sufragio, pero no basta.

Al menos hay otras dos dimensiones en torno a esa encomienda de la mayoría popular: la legitimidad del ejercicio del poder y la legitimidad de los resultados alcanzados. Me detengo en el ejercicio.

De los distintos rezagos y las diversas insuficiencias que presenta nuestra convivencia social para alcanzar los objetivos de elevar la calidad de vida del pueblo alrededor del imperio de los valores de libertad, seguridad, justicia, bienestar y equidad, tal vez el más profundo y de mayor impacto general es la debilidad del Estado de Derecho y, en ocasiones y espacios específicos, su ausencia total.

Hay mucha retórica hueca sobre el imperio de la ley, ante una realidad cruda y lacerante: extendida violencia sistemática contra la dignidad y la integridad de las mujeres; rampante pervivencia de las expresiones de corrupción más evidentes, pues en aras del “proyecto” se nombra por lealtad y no por capacidad, y se contrata sin licitaciones públicas porque la autocalificación moral positiva releva de hacerlo; discurso peyorativo de la ley cuando la norma no se adecua al concepto de justicia o de lo justo para quien ejerce facultades de decisión en la magistratura ejecutiva federal.

No, no es sólo un alejamiento del Estado de Derecho de la presente administración pública federal, sino una práctica enraizada de tiempo atrás y que motiva una lucha de muchas décadas: la sujeción del poder al derecho o la sujeción del derecho al poder. ¿Ejemplos? Tomo dos; el más grave hasta la sucesión de reformas político-electorales de 1977 para acá: las elecciones con resultados ajenos a la incertidumbre democrática, y otro de consecuencias económicas: el otorgamiento de concesiones y contratos por criterios ajenos a las mejores condiciones para el Estado y la población (precio, calidad y oportunidad).

La ahora satanizada pluralidad política, que es la expresión evidente de un país complejo y diverso que no alcanzó a contener la hegemonía de la postrevolución, ni podrá detener la aspiración hegemónica del gobierno en turno, tuvo un papel catalizador en pro del cambio hacia la sujeción del poder al orden jurídico: el reconocimiento de derechos y los contrapesos orgánicos.

Primero el contrapeso de la historia política ante la voluntad del Ejecutivo, constituido por el Congreso y la Corte, y luego el contrapeso de la convivencia democrática y la legitimidad del acuerdo plural para el surgimiento de otros contrapesos anclados en la lealtad al cumplimiento de la Constitución y las leyes. Es el trayecto del surgimiento de los organismos constitucionales autónomos, los órganos reguladores en materia energética y también las empresas productivas del Estado.

El sistema presidencial mexicano y la posibilidad de las personas de saber a qué atenerse en su trato con el poder del Ejecutivo de la Unión; de saberlo con la certeza de poder controvertirlo si ha rebasado las facultades que le confiere el orden jurídico, es otra ruta espejo para recorrer el desprendimiento de órganos de lo que antes fue espacio para las decisiones presidenciales.

Las autonomías de las instituciones a cargo de los comicios (IFE e INE), la protección no vinculatoria de los derechos humanos con cargo a la fuerza moral de la recomendación (CNDH), la estabilidad del poder adquisitivo de la moneda y la regulación monetaria (Banco de México), el acceso a la información pública y la protección de los datos personales (INAI), la información estadística y geográfica objetiva y vinculante para los entes públicos (INEGI), la garantía de la libre competencia en beneficio de la sociedad (COFECE), el desarrollo eficiente de la radiodifusión y las telecomunicaciones (IFT) y la investigación de los delitos contra la Federación y su persecución ante los tribunales (FGR), corresponden a la articulación de acuerdos amplios -Ejecutivo y Congreso plural- para desprender funciones del ámbito presidencial.

Todos tienen un hilo conductor: la protección y la tutela de derechos de las personas frente al poder o para que el poder -por razones propias- no impida el acceso a los beneficios objetivos de la ejecución de determinadas funciones.

A la propuesta de transformación del presidente Andrés Manuel López Obrador no le agradan esas autonomías, pero no sólo por razones ideológicas, sino porque constituyen contrapesos y límites al Poder Ejecutivo; porque al conocer y actuar sujetos a la ley establecen que el seguimiento al acceso democrático al poder no puede ser otro que su ejercicio conforme lo ordena la Constitución. El número de sufragios y las encuestas de aprobación no autorizan a poner en receso el imperio de la ley o a desactivar el Estado de Derecho a voluntad.

Por la vía de las designaciones, son ficticias las autonomías de la CNDH y de la FGR, así como de los órganos colegiados reguladores en materia energética. Los otros colegiados, con procesos de renovación escalonada y requisitos objetivos de competencia han sido blanco de los ataques del Ejecutivo; unos en la retórica, otros en el anuncio iniciativas y uno más con proceso legislativo en marcha.

Lo más reciente, en otro plano, pero coincidente en la voluntad de soslayar derechos reconocidos en la Ley Fundamental: el acceso a la energía eléctrica producida con criterios de protección y cuidado al medio ambiente y obligaciones de generar energía limpia y reducir las emisiones contaminantes. La iniciativa de reforma a la Ley de la Industria Eléctrica es inconstitucional, violatoria de derechos adquiridos, perjudicial para el medio ambiente y económicamente gravosa para el consumidor y para el país.

Se postuló la idea de una transformación por “decreto” o por “narrativa”, pero sin hoja de ruta ni objetivos concretos y evaluables. El lenguaje de la esperanza frente a la limitación de la propuesta y la incapacidad para la acción. Lo que queda es la búsqueda de transformar el Estado para reestablecer la no extrañada omnipotencia presidencial. Se impulsa el deterioro y la destrucción de instituciones cuya misión es avanzar hacia un auténtico Estado de Derecho, al menos en sus campos.

Destruir no es transformar, sino aspirar a imperar en la ruina de lo antes construido.