En solidaridad con Juan Pablo Gómez Fierro,
José Ramón Cossío Díaz y quienes ejercen la vocación de impartir justicia.
Cuando desde la presidencia de la República se pretende intimidar a un juez de distrito porque una determinación provisional no resulta satisfactoria, es amplio el peligro de conculcación de las libertades de cualquier persona.
La ignorancia del orden constitucional y su funcionamiento implica un riesgo grave cuando ese vacío se produce en el titular de la magistratura ejecutiva federal, pero el gesto de pretender encarnar a la Patria y que sus deseos representan la norma de actuación para toda persona, es transitar de lleno al autoritarismo y la voluntad absolutista.
La arquitectura del Estado constitucional descansa sobre un principio elemental y un propósito superior: la actuación del poder público con base en las facultades que se le han conferido, y el respeto a los derechos fundamentales de las personas.
Históricamente se ha afirmado que la mejor protección de esos derechos parte de un diseño orgánico para que, a través de la separación de funciones, el poder controle al poder.
Propósito y principio se presuponen y se entrelazan: libertades protegidas por la distinción de funciones que llevan implícitas los frenos y contrapesos. Un poder emite las normas y controla la gestión pública; otro ejecuta las leyes y ejerce la mayor parte del gasto, y otro más dirime las controversias derivadas de la aplicación de la ley, sea entre entes públicos, de particulares con aquéllos o entre particulares.
Parecen nociones no sólo claras, sino muy exploradas. Aún quien no tenga preparación sobre el orden constitucional, si ha desempeñado funciones públicas es imposible que no haya arribado a una premisa para su actuación: las decisiones que se adoptan en el desempeño del cargo tienen como límite la esfera de facultades otorgadas por el régimen legal y, aún más, que la eventual transgresión puede ser combatida por los particulares mediante el juicio de amparo, o por otros ámbitos de lo público a través de la controversia constitucional o la acción de inconstitucionalidad.
Son medios ordinarios para que se haga valer la supremacía constitucional y el ejercicio del poder público se ciña a lo dispuesto por la Ley Fundamental. Es vivir bajo el imperio de la ley.
En breve retrospectiva, (a) la administración pública federal adoptó medidas administrativas en materia de electricidad que la Segunda Sala de la Corte invalidó a principios de febrero último; (b) con sospechosa antelación de dos días a esa determinación, el Ejecutivo Federal promovió una iniciativa preferente de reformas a la Ley de la Industria Eléctrica (LIE), con la presumible pretensión de llevar a ese nivel del orden jurídico lo que no prosperaría en dicha Sala; (c) las mayorías del Movimiento de Regeneración Nacional (MRN) en las Cámaras no sólo acataron la instrucción del líder real del partido de “no moverle ni una coma” a la propuesta, sino que con inusitada celeridad culminaron el proceso legislativo en la mitad del tiempo previsto para su desahogo; (d) diversos particulares que asumen se vulneran sus derechos a la libre competencia y a la no retroactividad de la ley en su perjuicio, recurrieron al juicio de amparo, y (e) al admitirse las demandas se dictó la suspensión provisional de la reforma a la LIE.
Apreciemos las inter-actuaciones de los poderes y sus roles. Ante un Ejecutivo desbordado y un Legislativo dominado por aquél, el control de la constitucionalidad en el Judicial es la opción propia en lo interno; es la forma normal u ordinaria de sujetar el poder a la ley.
No obstante, para el presidente de la República la opinión disidente, la acción política de quien discrepa en el ejercicio y el derecho a recurrir a la revisión y resolución del Poder Judicial de la Federación, son una afrenta personal derivada de un interés avieso. Es la intolerancia de quien se asume por encima del orden jurídico.
Hay dos expresiones espinosas: la profesión ideológica elevada a la posesión de la verdad y la descalificación y ataque a quien osa diferir de la voluntad presidencial. La primera descansa en pretender que la sociedad y el Estado mexicanos son monolíticos y que el Ejecutivo representa la única razón válida y posible; y la segunda reposa en intentar que todo ámbito de decisión política se pliegue a sus deseos si no está dispuesto a enfrentar la ira del poder.
En el camino está la agresión al ejercicio libre de la profesión de abogado y la acusación de traicionar a la Patria si se representa a quien requiera defenderse de las decisiones del Ejecutivo, y la infundada y soberbia acusación de que dictar una suspensión provisional es velar por intereses particulares.
¡Caramba! La vocación absolutista en vuelo libre. Basta tener un barniz constitucional para saber que el artículo 5º reconoce y salvaguarda la libertad del trabajo lícito y no dar cabida al perjuicio de que quien no se allane a la voluntad presidencial no puede tener representación legal (artículo 17); y porque la esencia del juicio de amparo -artículo 101, fracción I y 107, fracción I- es proteger el disfrute efectivo de cualquier derecho humano ante su vulneración por parte de cualquier autoridad. El ejercicio libre de la abogacía y el cumplimiento de las funciones de un juez de distrito no están subordinados a la autorización presidencial, ni sujetos a su reproche o censura.
Desde las primeras semanas del presente período presidencial se advirtieron por nuestra sociedad las tendencias centralizadoras, concentradoras y autocráticas del Ejecutivo de la Unión. Aunque para algunos la popularidad releva de enjuiciar las pulsiones de la autoridad sin control, no son conductas democráticas.
No se reconoce la pluralidad política como valor y se desdeña el pensamiento diverso al propio, al ubicarlo en categorías excluyentes: conservadores, liberales o reaccionarios, por ejemplo, sin molestarse en el significado de esas connotaciones y alguna congruencia mínima en el discurso.
No se admiten ni respetan los frenos y los contrapesos establecidos constitucionalmente para equilibrar el ejercicio del poder y evitar la arbitrariedad.
Cuando desde el programa televisivo matutino gubernamental que conduce, dirige y produce cotidianamente, el Ejecutivo acusa sin pruebas, reprueba sin sustento y engaña por costumbre, la desmesura y la imprudencia ocupan espacios de los cuales deberían estar vedadas.
Mentir, confundir, agredir y perseguir eran las tácticas del Senador estadounidense Joseph R. McCarthy en su cruzada de los años cincuenta del siglo pasado contra el comunismo. Sujetó la presunción de inocencia a una persecución por razones ideológicas.
Con la pretensión de sujetar la participación del sector privado en la generación de energía eléctrica a la voluntad del Ejecutivo se ha consolidado un nuevo fenómeno: el macartismo mexicano. Es una expresión autocrática más desde Palacio Nacional.

