Escribo estas líneas el 17 de marzo de 2021, exactamente un año después de que se decretara el cierre de las escuelas a nivel nacional para la contención de la pandemia de la COVID-19. Desde que la pandemia irrumpió en el mundo, alrededor de 123 países optaron por el cierre absoluto de los centros educativos (desde la educación básica hasta la superior), como una de las medidas de contención del contagio (hago énfasis en la palabra contención), trasladando el proceso de aprendizaje a formatos en línea y a distancia, según las circunstancias de cada país e idealmente atendiendo las necesidades y capacidades de cada caso, entidad, comunidad, localidad, etcétera. Así, según cifras de la OECD a nivel global cerca de 1.050 millones de estudiantes de todas las edades y niveles han sido afectades por el cierre de escuelas, incluyendo 258 millones de niñas, niños, adolescentes quienes han visto limitadas o modificadas sus oportunidades educativas durante el confinamiento. Soy madre de tres menores y profesora universitaria, he vivido y padecido tanto a nivel personal y familiar, como a nivel docente las consecuencias de la cancelación absoluta de clases presenciales en todos los niveles educativos en nuestro país. Hay un gran desgaste acumulado; las niñas, niños y jóvenes necesitan contacto, necesitan presencia, necesitan jugar; hoy muchos se encuentran deprimidos por el confinamiento. Emocionalmente las afectaciones son enormes y las consecuencias todavía no son claras. A nivel aprendizaje si algo ha quedado claro es que la educación a distancia es insuficiente, que las niñas, niños y jóvenes cada vez aprenden menos, o cuando menos tienen menos ganas de aprender, pues sin duda lo presencial es esencial. La falta de contacto entre docentes y educandos, entre niñas, niños y adolescentes vuelve además más vulnerables a quiénes antes de la pandemia ya se encontraban en contextos de violencia intrafamiliar precisamente por estar condenados a permanecer 24/7 con sus violentadores. Esto es necesario decirlo aunque las cifras estén maquilladas, aunque las autoridades tengan otros datos, aunque opten por la indiferencia.

En nuestro país las instituciones educativas llevan un año cerradas por completo; esto significa que 26 millones de niñas, niños y adolescentes cumplen un año sin clases presenciales y la cadena de males que ello trae aparejado es grave y parece infinita.  Además de lo obvio, en el sentido de que se vulnera gravemente el derecho a aprender de nuestros niños, niñas y jóvenes; es indispensable poner sobre la mesa las graves afectaciones que a nivel psicoemocional están resintiendo también. Aproximadamente 3.6 millones de niñas, niños y adolescentes han abandonado por completo la escuela lo que los pone en riesgo de ser reclutados por redes de trabajo infantil y otros mecanismos de explotación, incluso de la desconexión permanente de los procesos escolares, es decir del sistema educativo. Si no hacemos algo pronto estamos dejando a nuestras niñas, niños y jóvenes sin futuro. Me parece realmente increíble que las autoridades sigan sin entender algo que es una obviedad, lo ESENCIAL de la educación. La decisión de las autoridades educativas, específicamente de la Secretaria de Educación Pública fue atinada en un principio, para hacer frente a la pandemia. Y sin duda el tiempo debió haber sido empleado de manera adecuada e imaginativa para  diseñar protocolos y lineamientos para el regreso a clases ordenado, escalonado, garantizando sana distancia, sin riesgos etcétera. Sin embargo, a un año del cierre absoluto de las escuelas, sin duda debemos poner en el centro del debate el derecho a aprender de las niñas, niños y adolescentes. En este sentido, me parece que la discusión abierta hace apenas unos meses por un grupo de valientes madres de familia (y aquí si hablo de madres, pues son ellas quienes de manera diferenciada han resentido los efectos de la pandemia y el aislamiento en sus hijes) que desde sus propias trincheras encabezan los movimientos para la reapertura de las escuelas; es algo que debió haber estado sobre la mesa oficialmente, cuando menos desde abril de 2020. Me parece grave que como sociedad nos haya parecido “normal” la decisión de cerrar de forma absoluta las escuelas y permanecer así durante 365 días. Que nos parezca “normal” y justificado que la educación no sea considerada una actividad esencial. Y no me malinterpreten, desde luego que se entienden la medidas de aislamiento para evitar la propagación del virus, pero no se entiende que en la clasificación de las actividades para efectos del semáforo epidemiológico, no se haya colocado a la educación (cuando menos la básica) en el sector de las actividades esenciales. Suena trillado, pero la educación alimenta el espíritu y el alma y si comer es una actividad esencial, educarse también lo es o cuando menos debe serlo.

Un año de cierre de las escuelas, 365 días sin nuestras niñas, niños y adolescentes en las aulas; sin sus risas en los pasillos, sin los juegos en los patios escolares. Un año donde lisa y llanamente las autoridades han sido completamente omisas en la garantía del derecho a aprender de las niñas, niños y adolescentes en nuestro país. Las autoridades se han mantenido desarticuladas y al margen, no tienen protocolos normativos ni líneas de acción claras y contundentes que puedan darnos luz sobre el regreso a clases presenciales, ni en términos de fechas, ni en términos de condiciones, ni mucho menos escalonamiento. El futuro de nuestras niñas, niños y adolescentes parece incierto. Se ha dicho que el regreso a clases presenciales no será “precipitado”.  ¿De verdad a un año de cierre de escuelas nos parece que el regreso sería precipitado? El nivel de cinismo de las autoridades es indescriptible. Llevamos un año sin clases presenciales y apenas estamos pensando en programas piloto para un reinicio escalonado. La falta de articulación y compromiso de las autoridades de todos los niveles de gobierno de nuestro país es increíble. Estar todavía a expensas de determinaciones federales, cuando existen poblaciones y comunidades donde los contagios son mínimos, donde docentes y educandos podrían reanudar sus clases en espacios abiertos y garantizando la sana distancia se vuelve indispensable.

Y si bien en lo académico el año es un año perdido, es obvio qué hay cosas rescatables; sobretodo lo que han hecho y logrado los docentes, las madres y los niños, niñas y jóvenes. Son precisamente las y los maestros, quienes han dado lo mejor de sí. Quienes se han preocupado por reinventarse, quienes se han erigido como verdaderos héroes y heroínas en este desolador contexto, pues son quienes a pesar del aislamiento, a pesar de estar cumpliendo otros roles como padres y madres de familia, están también cumpliendo con su vocación docente. Hay que reconocer además que se han aprendido otras cosas, que las niñas, niños y jóvenes se han involucrado en otros procesos al interior de sus hogares y de sus comunidades. Que se han vuelto más resilientes y que han aprendido a revalorar las cosas. Que, cuando menos para los más privilegiados, al interior de las familias ha habido un incremento de aprendizaje, pues se han desarrollado y/o fortalecido los vínculos entre familias, se ha logrado el reconocimiento de la labor de las y los docentes, y en general se ha logrado valorar la sociabilidad, y la salud emocional. En suma, aprendizajes en cuanto a la adaptación se refiere, aunque en lo académico el año se haya perdido.

Las madres y padres de familia estamos desesperados por la salud emocional de nuestros hijes, ¡urge encontrar una salida para volver a las aulas!. Pero además, es urgente que las autoridades escuchen a  nuestras niñas, niños y jóvenes; ellos también son sujetos de derechos y lo que ha quedado suficientemente claro después de este año, es que la tecnología no puede sustituir la presencia, el contacto y la empatía de los procesos de sociabilidad. Urge dejar de lado la indiferencia social y así como se cierran calles para que los restaurantes pongan mesas, de la misma manera los centros educativos pueden ocupar las calles y desde ahí impartir clases. En el contexto actual de México la defensa de los derechos de las niñas, niños y jóvenes cobra prioridad al igual que el derecho a la salud. Urge discutir y ser creativos para incorporar o reabrir los espacios escolares, idealmente de manera inmediata cuando menos para algunas actividades, pero sobretodo para pensar en soluciones y acuerdos precisos para dar los siguientes pasos y volver a las aulas.

Hay que decirlo fuerte y claro, ¡los riesgos del encierro para nuestras niñas, niños y jóvenes, son tan graves como la pandemia misma! Es increíble que podamos acudir a bares, restaurantes, gimnasios, cines, teatros y boliches, pero no podamos encontrar la manera de volver a las aulas.

El ciclo escolar 2020-2021 sin duda terminará a distancia, pero lo que no podemos permitir es que el ciclo escolar 2021-2022 empiece de la misma manera. Todas las autoridades deben sumarse y trabajar de forma decidida y focalizada para diseñar los protocolos detallados para regresar a clases presenciales. Con actividades y horarios en específico. El regreso debe hacerse con enfoque de derechos pero debe ser real. No bastan ni los semáforos ni las vacunas, hay que garantizar espacios seguros, acceso al agua, protocolos, lineamientos, gel antibacterial en las escuelas, que haya termómetros, espacios ventilados, y un amplio etcétera. El tiempo es ahora, lo presencial es esencial. Nuestras niñas, niños y jóvenes no merecen esta indiferencia. ¡Es hora ya de despertar y exigir que nuestras niñas, niños y jóvenes vuelvan a las aulas!