Los acontecimientos mundiales dan material para escribir novelas fantásticas y barrocas; historias de amor o relatos trágicos. Los de hoy son eventos polivalentes que estimulan la imaginación, algunos tienen virtudes y amalgaman impulsos para crear y mejorar; otros ofrecen notables riesgos para todos. En los tiempos que corren, la humanidad avanza en el dominio de la ciencia y la tecnología; a la par, nutre una soberbia que no le permite ver que está destruyendo al planeta. Además, a los conflictos y pobreza galopante, la pandemia ha venido a confirmar la extrema vulnerabilidad del género humano.
Hace algunas décadas, la gente se entusiasmaba, y con razón, ante la magnitud de avances técnicos orientados a desarrollar vehículos para vuelos por el vecindario del sistema solar y para acercarnos a las estrellas. Con el matiz del conflicto Este-Oeste, indicativo entonces como ahora de que no todo es por amor al conocimiento, soviéticos y estadounidenses se enfrascaron en una intensa competencia espacial, que permitió a los primeros ser pioneros en los viajes tripulados y a los segundos llevar al hombre a la luna.
Desde finales de los años sesenta del siglo pasado se hizo común ver fotografías, tomadas desde el espacio, del frágil planeta que nos hospeda. Así, se confirmó fehacientemente su color azulado y la tesis colombina de su esfericidad. Para muchas de las personas que tuvimos el privilegio de ver al Apollo 11 realizar el primer alunizaje, el 20 de julio de 1969, ese evento marcó un antes y un después en nuestras vidas. A través de la televisión, las sugerentes imágenes de la Tierra, como planeta vivo, alimentaron la conciencia de unicidad de nuestra especie y la esperanza de que las cosas podrían ser diferentes; de que sería viable mitigar desacuerdos y avanzar en el progreso y desarrollo de todos los pueblos. A esos buenos augurios se agregaron narrativas de paz y acciones de colaboración, como el programa conjunto Apollo-Soyuz, que el 17 de julio de 1975 permitiría a las dos superpotencias acoplar sus vehículos en el espacio e intercambiar saludos entre astronautas.
A esta cordial colaboración, en todo caso circunstancial, se oponía en la Tierra el dogmatismo ideológico y la tirantez política y militar entre el Kremlin y la Casa Blanca, que dirimían sus diferencias en distintos teatros de guerra, como trágicamente sucedió en Indochina y Centroamérica. Paradójicamente, la bipolaridad y el armamentismo sentaron bases para el fin de la Guerra Fría. En 1989, tras la simbólica caída del Muro de Berlín, se reacomodaron hegemonías y geografías nacionales y renacieron los buenos deseos de un futuro venturoso. No obstante, el resultado ha sido amargo. Hoy, cuando el planeta azul es víctima del abuso humano, su majestuosa imagen, vista desde más allá de la atmósfera, es apenas una nota sobre su pequeñez en el universo. En el cosmos, la Tierra es insignificante, tanto o más que el virus que hoy nos exige abandonar soberbias y transitar por caminos de solidaridad. Con las luces de alerta encendidas, se requiere sensatez para no seguir destruyéndonos y afrontar retos de manera constructiva y pacífica. No vaya a ser, como dijo Bertrand Russell, que la historia del mundo sea la suma de aquello que hubiera sido evitable.
Internacionalista.