Los desencuentros políticos y las disparidades sociales, son comunes en diversos rincones del orbe. Con ello se acentúan las ya de por sí profundas diferencias entre el mundo desarrollado y aquél de la periferia, donde la falta de oportunidades estimula la descomposición social, la migración masiva y el deterioro de las instituciones públicas y del Estado de Derecho. En estas condiciones, los extremismos encuentran campo fértil para someter voluntades a efímeras promesas de emancipación. El panorama descrito ilustra facetas dramáticas de estas dos primeras décadas del Siglo XXI, que en su intención primigenia aspiró a dejar atrás los horrores de la guerra y la pobreza y que, quizá con ingenuidad, visualizó un futuro de prosperidad para todos.

El optimismo inicial de la posguerra fría ha mutado en angustia y desorientación debido a un orden mundial mal equipado para atender los desafíos actuales. La diplomacia del poder y su visión utilitaria, lejos de desaparecer, adopta ahora fisonomías inéditas, que revitalizan viejos hegemonismos y favorecen el surgimiento de otros nuevos o que estaban dormidos. En su afán por consolidarse, un creciente número de países abrazan el aislacionismo y adornan proyectos políticos con guirnaldas nacionalistas, que respaldan con méritos coyunturales y sin recurrir a ideologías. Aunado a lo anterior, a la incertidumbre que se desprende de la emergencia sanitaria que asola al planeta, la globalización está mostrando las debilidades estructurales de un modelo económico que riñe con la justicia social, concentra la riqueza en unos cuantos y atenta contra el desarrollo sustentable y la preservación ambiental.

En estos tiempos, viene a la memoria lo dicho por Alejandro Dumas, de que el orgullo de los que no pueden edificar, es destruir. Para desactivar esa infame vanidad, la buena política y su manifestación diplomática, deben construir y oponerse a lo que descomponen la renaciente guerra fría y los conflictos, congelados y calientes, que se registran en diversas latitudes. Es cierto que en este nuevo siglo la narrativa de la política internacional difiere de aquella que estuvo en boga durante la segunda posguerra. No obstante, en los hechos todo es similar e incluso peor. En efecto, como resultado del reposicionamiento de algunos liderazgos globales, se adolece del eficaz y a la vez peligroso equilibrio que generó el enfrentamiento Este – Oeste. En el tablero mundial, los vacíos de poder están siendo ocupados por potencias emergentes u otras que fueron desplazadas en la época bipolar, las cuales reivindican hegemonías que debilitan al multilateralismo, fomentan tensiones y ponen a la paz en vilo.

El frágil orden internacional llama a la prudencia. El género humano tiene el talento para remontar sobresaltos y poner en la cima de sus intereses a su propia supervivencia. Es cuestión de voluntad. Hoy, cuando las causas sociales y las nuevas tecnologías de la información causan una verdadera revolución en las conciencias, es tiempo de apostar por la democracia, el reparto justo de la riqueza y un concepto de la paz amplio e integrador, que tienda puentes de entendimiento y solidaridad y que no se edifique en la constante preparación para la guerra.

Internacionalista.