En el corporativismo del régimen de la Revolución mexicana todo giraba alrededor del sol presidencial. En el mundillo de la política nadie se meneaba sin su autorización: “el que se mueve no sale en la foto” dicen que dijo Fidel Velázquez, el prototipo del caciquismo sindical. No había que esperar a que hubiera elecciones para saber que el candidato del Partido Revolucionario Institucional era el ganador. El dedo del caudillo lo había señalado o había aprobado la sugerencia de alguno de los líderes de los organismos corporativos, “las posiciones de sector”.

La contienda por alcanzar un lugar en las planillas se daba en las capillas del PRI y cada aspirante se encomendaba al santo patrón de su sindicato o sector. El día de las elecciones era de trámite, a la gente no le importaba votar, sabía que su sufragio no contaba. Ergo, los líderes de esas organizaciones acarreaban a los votantes a las urnas. Y no importaba si no había muchos electores, el porcentaje de votación resultaba elevado. Los presidentes de casilla y representantes de los partidos —en ocasiones eran la misma persona y nada más de PRI— se encargaban de llenar las boletas.

La logística de las elecciones grandes estaba a cargo de la Comisión Federal Electoral, que presidía el secretario de Gobernación; la de los estados bajo la tutela de réplicas en menor escala de esa comisión. La mayoría de las casillas se colocaban en escuelas públicas y también la mayor parte de los funcionarios electorales eran maestros afiliados al Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación.

La sincronización entre burócratas de la Segob, estrategas del PRI y líderes del SNTE era armónica, se cuidaban detalles, se escogía entre los trabajadores de la educación a quienes tuvieran los perfiles más adecuados para fungir como presidente de casilla o representante del partido. No eran los únicos, también los caciques de la Confederación de Trabajadores de México, de la Confederación Nacional Campesina y de otros grandes sindicatos aportaban participantes, pero el peso principal por su escolaridad —y hasta por el número de afiliados— eran los cumplidores maestros del SNTE.

Tal era su importancia en el desplazamiento de las votaciones que en las postrimerías de su cacicazgo, Carlos Jonguitud Barrios, dijo en su defensa o tal vez en tono de queja, que los “maestros somos los plomeros electorales del PRI”. De cualquier manera no evitó su defenestración.  Ya sin él, en la arquitectura de las elecciones federales de 1991 el papel que representaron los trabajadores de la educación fue crucial para la recuperación del PRI, tras su debacle de 1988.

Lo que un presidente daba (Echeverría), otro lo quitaba (Salinas de Gortari), aunque en el caso de Jonguitud la rebelión de las masas cuajó con el plan del presidente de deshacerse de un líder sindical incompatible con su proyecto y que, además, se oponía a la descentralización educativa. Jonguitud marchó rumbo al ostracismo político, pero en silencio permaneció sentado en el Senado.

Cuando la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación no agarraba todavía los rasgos corporativos que criticaba —los años heroicos de resistencia y lucha democrática—, en el entramado de la consigna de democracia sindical figuraba que debería quitarse de los estatutos del SNTE la afiliación obligatoria al PRI.

Cláusula que la nueva lideresa, por obra y gracia de Carlos Salinas de Gortari y recomendación de Manuel Camacho, Elba Esther Gordillo, eliminó de los preceptos; mas los docentes no se liberaron del dominio de su liderazgo. En los territorios de la CNTE la labor de plomería electoral desapareció —en su lugar se levantó una oleada de anti voto y anti partido— pero en el resto del país los maestros seguían subordinados a las demandas electorales de la señora Gordillo. Recuérdese, por ejemplo, su papel en las elecciones de 2006 en favor de Felipe Calderón; auxilio que él pagó con creces.

No que  la señora Gordillo controlara a la masa de docentes, pero sí tenía un imperio férreo sobre  las camarillas seccionales que movilizaban a los fieles y a sus familias para el acarreo, pero ya no hacían labor de plomeros. Con la creación del Instituto Federal Electoral los maestros quedaron liberados de servir por fuerza como funcionarios de casilla.

A fe mía que la facción que comanda Alfonso Cepeda Salas aspira a revitalizar el viejo pacto, pero ya no con el PRI, acaso ni con Morena, sino directo con el presidente López Obrador. Cierto, no hay una alianza evidente; tampoco cuando el presidente y los líderes dialogan hablan de elecciones, pero casi todos son viejos lobos que anduvieron en los mares del PRI y se entienden con guiños. AMLO tiene un elogio para los maestros a flor de boca acompañado de la diatriba contra el pasado; Cepeda Salas, jura que apoya a la política de López Obrador, a la nueva escuela mexicana y a lo que venga de Palacio.

No obstante, a partir de marzo, en reuniones con la secretaria de Educación Pública, Delfina Gómez Álvarez, Cépeda Salas comenzó a levantar la voz. Con el comodín de la negociación SEP-SNTE del pliego de peticiones, el liderazgo sindical lanzó misiles contra la Unidad del Sistema para la Carrera de las Maestras y los Maestros. No sólo quieren la cabeza del titular, Francisco Cartas Cabrera, sino que aspiran a cogobernar en esa área. No les gusta que la asignación de plazas y promociones pase por manos ajenas al sindicato. Cierto, la administración de la página de la Usicamm es pésima, tiene candados y huecos y representa un ejercicio en paciencia para los solicitantes de ingreso o promoción.

El punto es que hasta que es tiempo de elecciones protestan. ¡Reciprocidad obliga!, han de pensar. Sin embargo, no es tan fácil. Al presidente no le gusta compartir el poder y tiene su propio sistema de plomería electoral; porque hoy, las elecciones sí cuentan.