La diplomacia cumple un importante papel como instrumento de apoyo de la política exterior de los estados. En ese sentido, sus tareas tradicionales han sido la facilitación de las relaciones entre los propios estados y de estos con los actores no estatales que concurren en el escenario internacional. Desde la década de los años sesenta del siglo pasado, cuando se puso de moda el concepto de lo transnacional, en alusión a las empresas o entidades corporativas con intereses y operaciones industriales, comerciales y financieras en diversos países, esas tareas diplomáticas tradicionales tuvieron que ser complementadas para atender circunstancias inéditas que desafiaron soberanías. Como resultado los estados, en especial los de menor desarrollo relativo, se vieron en la necesidad de enriquecer gradualmente las modalidades de sus formas de interactuar con los actores públicos, privados y sociales del exterior.

Con estos antecedentes y en un entorno de rápidas mutaciones geopolíticas y económicas, las naciones han debido adaptarse a situaciones volátiles a fin de no quedarse atrás de las nuevas dinámicas de la globalización y tampoco excluirse del proceso de diálogo y toma de decisiones sobre el diseño del emergente arreglo mundial de la posguerra fría. Luego de los primeros años posteriores a la caída del Muro de Berlín, cuando hubo confusión, violencia por la definición de nuevas fronteras, como ocurrió en la zona de los Balcanes e incluso cierta debilidad de los liderazgos de las potencias, los ataques terroristas del 9/11 del 2001 en Estados Unidos se tradujeron en una nueva escalada de las tensiones y en la proyección de hegemonías para ocupar vacíos de poder en diversas regiones. Así ha sido en la Península Arábiga, Asia Central, la cuenca del Mar Negro y, muy señaladamente, en el Lejano Oriente, donde China se ha posicionado como potencia de dimensión global. En todos estos casos, los despliegues hegemónicos derivan de políticas exteriores diseñadas para atender, de manera deliberada, intereses nacionales definidos en términos de poder duro, en cualquiera de sus manifestaciones económicas, políticas y militares.

Este escenario repercute en las decisiones de la mayoría de los países que no están interesados en adoptar políticas de poder de ese tipo y que aspiran a beneficiarse de la globalización mediante la adopción de políticas exteriores responsables, constructivas y comprometidas con el Derecho Internacional. Se trata de un amplio grupo de naciones que, en aras de satisfacer sus necesidades de desarrollo, tienen políticas exteriores que privilegian el llamado poder suave, es decir, su capacidad para influir en el curso de los acontecimientos internacionales mediante la promoción de iniciativas diplomáticas orientadas al fortalecimiento del multilateralismo, la formación de consensos, la distensión, el entendimiento, la tolerancia y el diálogo intercultural. Estas iniciativas han probado ser particularmente exitosas cuando se nutren de la denominada diplomacia pública, es decir, de mecanismos de interacción con todos los actores, sectores y niveles de las sociedades y gobiernos de terceros estados, en beneficio de sus propios intereses nacionales. En el contexto de la actual emergencia sanitaria, hay que celebrar que la diplomacia pública se sigue consolidando como una herramienta crucial de la política exterior de aquellos países que, con ahínco, trabajan para fortalecer su presencia soberana en el plano global y aportar a una genuina paz universal.

Internacionalista