Difícil dejar de reconocer la crisis de nuestro sistema de partidos y de sus expresiones en los ámbitos institucionales. En retrospectiva y si repasamos los grandes objetivos de las reformas constitucionales que dieron lugar al advenimiento de la etapa de la democracia política en la Nación (1977-1996), el rezago máximo o la falta más grave estaría precisamente en la ausencia de un sistema de partidos que le dé solidez al pluralismo democrático y a la formación de cuadros con las calidades y las capacidades necesarias para conducir los asuntos públicos.

La organización de los comicios sin el control gubernamental o la sujeción de los procesos electorales a la Constitución y las leyes evolucionaron con buen éxito, por establecer dos ejemplos de lo que no había y ahora existe y, desde luego, cabe afirmar y defender.

Los distintos componentes del sistema electoral han evolucionado en forma distinta y están a prueba en cada cita con las urnas; unos han alcanzado altos niveles de confianza ciudadana, como el INE, y otros se debaten en las valoraciones más bajas, como los partidos. La gran pregunta se transfiere entonces al componente esencial: el pueblo o la forma en la cual las y los electores acuden a ejercer el acto soberano de otorgar su voto a determinada opción, e incluso a preferir abstenerse de votar o anular su voto, como expresiones de protesta o de decepción máxima.

Sobre la participación del pueblo en las casillas cabe, por otro lado, ser realistas. La principal característica negativa de nuestra sociedad es la desigualdad. No obstante ser el propósito más sobresaliente de “Los Sentimientos de la Nación”, a más de dos centurias sigue siendo una meta lamentablemente lejana. Viene a colación por los casos –más de los que imaginamos– donde la definición del sufragio está ligada a una contraprestación en pecuniario o en bienes materiales para aliviar la pobreza en un momento inmediato y fugaz. Es la raíz de muchos ofrecimientos para el establecimiento de “programas sociales” y otras prácticas más descarnadas.

Es dable sostener que quien ejerce el sufragio activo lo hace con el corazón, que cuenta más la emoción que el raciocinio, pero admitamos que también el estómago ha inclinado y puede inclinar la emisión del voto. En el universo de la disputa de los partidos y quienes los abanderan en las campañas, hay una parte del electorado que encontrará la motivación suficiente en la compensación ofrecida, sea única y en dinero o sea como “programa social” y la periodicidad ofrecida. La forma de resolver esta disfuncionalidad es fácil de enunciar y muy difícil de lograr: ciudadanía consciente de sus derechos, rendición de cuentas de los gobiernos y construcción de condiciones mínimas de equidad para toda persona.

Por la vulnerabilidad de esas personas ante la pobreza, resulta demasiado fácil establecer por qué se diseña la entrega de subsidios directos a los partidarios o para generar y acrecentar la llamada clientela electoral de los gobiernos más diversos. Por ahora es imposible plantear un acuerdo político nacional para superar esas prácticas.

No obstante esa circunstancia al interior de los procesos electorales, las votaciones del 6 de junio entrante para renovar la Cámara de Diputados, 15 gubernaturas, 30 Congresos locales y autoridades municipales o alcaldías en 30 entidades han venido delineándose por la evolución política reciente y el momento presente.

Cada proceso electoral es diferente y, al menos en lo nacional, los que tendrán la jornada electoral dentro de dos domingos, cuentan ya entre sus características:

(i) la polarización gubernamental con cualquier otra opción o asociación –in genere– que sostenga ideas distintas o incluso complementarias, pero que no se plieguen al discurso y la visión presidenciales;

(ii) la injerencia indebida y reiterada del Ejecutivo Federal en las actividades comiciales, tanto para confrontarse con las autoridades administrativa y judicial, como para hacer propaganda o ejercicio de contrapropaganda desde el programa televisivo matutino que produce, dirige y conduce;

(iii) las manifestaciones de la violencia en contra de un número importante de candidatas y candidatos, acreditándose una faceta adicional del fracaso de la Estrategia Nacional de Seguridad Pública y de la Guardia Nacional en manos del Ejército; y

(iv) el agrupamiento de las opciones partidarias en opciones a favor o en contra del “partido” a cargo del Gobierno Federal, algunas en forma de coalición y otras sin esa posibilidad, pero distinguiéndose su inclinación.

De esas características, la más grave es la violencia y que en esa realidad angustiante no existan la capacidad de proponer, ni la voluntad de articular un entendimiento entre los tres órdenes de gobierno y los integrantes del sistema de partidos para actuar como sería necesario. Si el horrible y artero asesinato de Abel Murrieta Gutiérrez al repartir propaganda en una calle de Cajeme, Sonora, no conmueve y mueve a la acción de la clase política, ¿qué podrá hacerlo?

El clima que se gesta desde el poder ejecutivo es ominoso porque el tiempo avanzó y la gestión no presenta resultados o, si acaso, pocos y mediocres. Parece anhelarse la participación baja y la movilización de los beneficiarios para evitar que la ciudadanía sin esa dependencia y sin preferencia partidaria definida concurra a las urnas.

Quien ha estado en campaña –más que nadie con visibilidad política– es el presidente Andrés Manuel López Obrador; no es el Movimiento de Regeneración Nacional (MRN) y su vituperado dirigente formal, sino el titular del Ejecutivo, quien aspira a más poder con la letanía de que lo requiere para transformar al país, al grado de volver a coquetear con las diversas formas de prolongarse en el mando. Poder sin resultados no es sino ambición sin reparar en la rendición de cuentas.

A estas alturas, la polarización promovida por el inquilino de Palacio Nacional surte sus efectos. Poco más de un tercio de la ciudadanía mantiene su vínculo con el MRN y sus aliados, ya por recibir algún subsidio o ya por lealtad al caudillo y a la causa. Por otro lado, poco menos o un tercio de la ciudadanía está convencida de que el otrora riesgo para México es hoy una fuente de daño: inseguridad rampante, incertidumbre económica, incapacidad gubernamental y conflictividad política sin mediación ni soluciones.

Entre esos extremos están las personas ciudadanas, incluso que pudieran haber sufragado por “Juntos haremos historia” en 2018, que no son afines a la ruta trazada por el ahora Ejecutivo Federal ni profesan simpatía por cualquiera de las opciones opositoras (PAN, PRI, MC y PRD).

Son, en su conjunto y mayormente integrantes de las clases medias de nuestro país, y quienes habrán de definir con su participación y su voto si –a pesar de los agravios pasados y la ausencia de renovación y propuestas consecuentes– el contrapeso de la pluralidad es hoy necesario para encauzar un gobierno que ha fracasado no por falta de legitimidad, sino de capacidad, principalmente política y de finanzas públicas.

Las opciones sancionadas electoralmente en 2018 no serán gobierno, porque el Ejecutivo no está en juego, sino el ámbito del control perdido.

¿Que garantiza mejor la pervivencia de los valores de la libertad, la tolerancia, la armonía social y la inclusión dentro de la diversidad? ¿Qué conviene más a una sociedad eminentemente plural y diversa? ¿Más voluntad hegemónica o más pluralidad con acuerdos? Las clases medias tienen la palabra.