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Construir una Nación es un asunto de la mayor complejidad. La nuestra es ejemplo de ello. La independencia de la metrópoli española dio pie al surgimiento del Estado mexicano, pero no significó el fin del statu quo colonial, sino la lucha entre quienes aspiraban a preservarlo y quienes anhelaban superarlo. La división en el nuevo Estado contribuye a explicar el saldo de la invasión estadounidense y la pérdida de la mitad del territorio.

La Reforma resolvió el triunfo del federalismo y la separación del Estado y la Iglesia Católica, pero sus artífices tuvieron que enfrentar la presencia francesa en la pretensión monárquica para arribar a la concepción de conformar una Nación con identidad, valores y propósitos capaces de sustentar una comunidad con horizonte de largo plazo; de futuro que se renueva cotidianamente.

El haber relegado los principios de libertad e igualdad que estaban inscritos en la consolidación de la visión nacional del triunfo de la República, condujeron al levantamiento por la democracia y, enseguida, por la justicia social, al movimiento revolucionario y a un nuevo orden de cosas. Se avanzó en lo social, pero las libertades públicas y las elecciones competidas quedaron postergadas.

Casi una centuria con diversas confrontaciones armadas y las contradicciones implícitas. Los regímenes post-revolucionarios lograron, poco a poco, que la violencia no fuera el método para definir la titularidad del poder público. Sobre la base de asegurar una vía nacional ante el surgimiento de la potencia estadounidense, se desarrolló una hegemonía política confiada al presidente de la República y a una formación partidaria bajo su mando, como vehículo singular para canalizar la participación política.

En una narrativa donde se privilegió el discurso y el cumplimiento de los elementos de justicia social –tierra para la población campesina, reconocimiento de derechos para los trabajadores y extensión de los servicios públicos–, la expectativa y la realidad del desarrollo económico mantuvieron latente la pluralidad política y el compromiso democrático.

Hubo un contrato social singular: vía nacional e identidad de objetivos económicos y sociales, que hacían factible el modelo de hegemonía política. Es el sustrato de una comunidad nacional orgullosa de su pasado milenario, que aspira a un cambio social profundo con base en la educación y el trabajo y su función conjunta para hacer realidad la igualdad de oportunidades, con diferencias económicas y sociales evidentes que se atemperan por los sentimientos de solidaridad y de empatía con las personas menos favorecidas, y la ausencia de odio social por la confianza mutua en la mejoría y el destino superior.

Cambios en el mundo y gestiones presidenciales ruinosas para la marcha de la Nación, trajeron como resultado la modificación de ese contrato social de la post-revolución. El grave deterioro de la economía nacional y sus efectos en la economía de las familias contribuyó a colocar en el primer plano el reclamo democrático y por el reconocimiento cabal a la pluralidad política.

Una larga trayectoria para desmantelar la hegemonía en la ruta de acceso a los cargos de representación popular y de gestión pública y, también, una opción útil y activa para que las diferencias sociales –en parte ligadas al crecimiento poblacional acelerado– no fueran el eje de confrontación entre compatriotas.

Con la pluralidad política asentada y las normas e instituciones garantes del principio democrático en los comicios, la política se intensificó y se equilibró para dar lugar a la alternancia de opciones partidarias en la conducción de los asuntos públicos.

Se reordenó el contrato social: perviven la vía nacional en un contexto de internacionalización de la economía y la identidad de grandes objetivos económicos y sociales, con la pluralidad política y las formas democráticas como ejes de convivencia y acceso al poder público, sin confrontaciones por las diferencias sociales.

En prácticamente un siglo con transformaciones acreditadas en el ser nacional: (i) la Revolución Mexicana y sus reivindicaciones sociales, y (ii) la Pluralidad en la Nación y el cauce democrático para el acceso y ejercicio del poder, la convivencia entre compatriotas no ha girado en torno al enfrentamiento entre clases sociales, sino alrededor de la confianza compartida en el esfuerzo colectivo y los valores que cohesionan a la República. El resentimiento social no fue –en ese tramo– motivo ni motor de la narrativa nacional.

Sin embargo, hay un cambio en la exposición que cotidianamente articula el ahora inquilino de Palacio Nacional. La polarización que dibuja y promueve a partir de hacer escisiones de personas, de grupos y de ideas, así como de asignar etiquetas y pretender descalificar a toda persona que difiera de su concepción del mundo y de sus propuestas, también impulsa y fomenta el resentimiento social en sus simpatizantes y partidarios.

Iluso e imposible negar que el principal problema social de nuestro país es la desigualdad y más duro reconocer esa situación por tratarse de uno de los propósitos que como comunidad nacional hemos buscado atender y solucionar. Sin embargo, ese lamentable rezago no había sido utilizado como elemento para promover el resentimiento.

Quizás ayude al cambio de discurso y la modificación de la narrativa, el hartazgo derivado de la percepción de corrupción en las instituciones gubernamentales y de enriquecimiento de quienes estuvieron a cargo de ellas. Se pierde la confianza en quienes debiendo administrar los bienes públicos para combatir la desigualdad y la pobreza, acumularon patrimonios que resultan inexplicables con base en las remuneraciones del sector público.

Ese disgusto y ese rechazo a una parte de la clase política ha sido transformado en causa política y ha rendido frutos al hoy presidente de la República y su movimiento. Se entiende en la campaña, pero en la conducción del Estado no todo es ventilar y recrear el enojo de la ciudadanía y distribuir las culpas. En condiciones donde está presente la desigualdad social, utilizar este detonador para promover el resentimiento social y fomentar el odio entre compatriotas es atentar contra sentimientos colectivos que nos cohesionan: identidad nacional, propósitos como comunidad y ánimo por transitar juntos en pos de un mejor destino.

Fomentar la confrontación a partir del resentimiento social y propiciar el enfrentamiento entre mexicanas y mexicanos a partir de deteriorar los sentimientos de empatía, solidaridad y confianza mutua, es la división más peligrosa que emana de Palacio Nacional, porque no sólo afecta la convivencia social, sino que trastoca pilares de la Nación.