La situación en Afganistán propicia una reflexión acerca de la paz, en su doble calidad de valor central de la humanidad y de condición sine qua non para impulsar el desarrollo con justicia en las cuatro latitudes del orbe. Cierto, los componentes del conflicto en ese país de Asia Central y sus razones profundas, presentan una difícil encrucijada, que dificulta el análisis por la diversidad de factores que convergen en los acontecimientos. Ante un escenario tan complejo, vienen a la mente diversas reflexiones sobre los perfiles y contenidos que pueden adoptar la paz y los pacifismos, así como las políticas públicas y las estrategias de negociación con potencial para prever y desactivar la violencia, en cualquiera de sus manifestaciones.

Acostumbrados a invocar la observancia de la ley como requisito para garantizar el orden y concierto de la vida en sociedad, frecuentemente se pasan por alto otros renglones, que son tanto o más relevantes que el jurídico, por lo común aquellos que se vinculan con el bienestar social. De ahí que sea verdad la afirmación de que, donde hay pobreza, el tejido social es débil y las instituciones democráticas flaquean. En el fondo, ese orden y concierto son más o menos posibles en función de su legitimidad transversal, es decir, de su capacidad para articular, desde la cúpula y hasta la base de la pirámide social, acuerdos de convivencia solidaria, que permitan el buen funcionamiento de la maquinaria del Estado. Desde el punto de vista de la sociología y la ciencia política, es una encrucijada teórica que combina los postulados de Max Weber sobre la legitimidad; de Herbert Spencer sobre la solidaridad; y de Antonio Gramsci acerca de los componentes necesarios para la conformación armónica del bloque histórico.

Ahora bien, si a las reflexiones antes citadas se añade el capítulo religioso, la racionalidad de la paz se pone en riesgo. Las diferencias de opinión en temas terrenales, siempre enriquecedoras, contrastan con el argumento que opone lo divino a lo racional. Ahí se desdibujan fronteras de tolerancia y se altera el modus vivendi que es propio de la libertad. En efecto, invocar a Dios como pretexto para ejercer la violencia o el terrorismo, va en sentido contrario al ánimo de distensión y acuerdo que acompaña cualquier proceso de construcción de la paz.

Este es el sentido de las palabras del Papa Francisco cuando, recientemente y a propósito de Afganistán, señaló la importancia de rezar “al Dios de la paz”, para que la gente pueda “regresar a sus hogares y vivir en paz y seguridad con pleno respeto mutuo.” El concepto de la paz al que alude Francisco es, paradójicamente, más aterrizado que celestial. Es una idea que se nutre de la visión sistémica del cristianismo, que busca reinventar la historia para ajustarse, no siempre sin dificultad, a las necesidades materiales y espirituales de la gente. En esta interpretación de la paz, Jorge Bergoglio no estigmatiza ni condena, solo recuerda, como en sus tiempos lo hizo Cicerón, que la paz es buena cuando es justa; es decir, cuando las partes en un conflicto así la reconocen mutuamente. Dicho de otra manera, la paz solo puede ser buena y duradera cuando no se entiende como preparación constante para la guerra. DIXIT.

Internacionalista.