Las acciones que emprendemos, las decisiones que tomamos día a día, en fin, nuestro comportamiento en general, está íntimamente vinculado a la experiencia cotidiana. Con ella como referencia nos hacemos una idea del mundo que habitamos y así explicamos su funcionamiento. Estas ideas, creencias, esquemas, valores y explicaciones compartidas por una comunidad, conforman lo que llamamos sentido común.

Es tan importante, que una de las criticas más severas es que alguien no tenga sentido común, que no responda como los demás esperan, que no actúe de la manera en que debería hacerlo. El sentido común nos permite comportarnos adecuadamente en situaciones muy diversas.

Desgraciadamente, el sentido común no siempre es portador de las mejores explicaciones, ideas o valores. Como se trata de un sistema derivado directamente de la experiencia y casi siempre con gran arraigo o tradición, es muy difícil percatarse de sus inconsistencias y modificarlo. Se trata además de un sistema simple, sencillo, que no se mete en la complejidad, y funciona muy bien en los casos también simples, pero frente a problemas complejos, lejos de ser de utilidad constituye un obstáculo, tanto en la comprensión de esos problemas como en la búsqueda de soluciones y en la puesta en marcha de acciones eficaces.

Los expertos en cualquier campo han tenido que romper con el sentido común. Toda especialización o profundización en un campo conlleva casi siempre una modificación radical de nuestras creencias y valores, del sentido común. Si éste bastara para resolver situaciones complejas no haría falta estudiar, la experiencia cotidiana sería suficiente. Pero la superficialidad de los fenómenos es muy distinta a sus aguas profundas. Y la inmersión no es ni fácil, ni sencilla.

Diversos estudios, especialmente de educación, desde hace más de cincuenta años, han puesto de manifiesto que modificar creencias muy arraigadas, gracias al sentido común, es un reto casi titánico. Su modificación requiere de voluntad y apertura de ideas. El primer paso es reconocer, que aunque uno tenga la seguridad de estar en lo correcto, siempre existe la posibilidad de estar equivocado y, por tanto, uno tiene la disponibilidad de escuchar otros puntos de vista, de analizar nuevas evidencias o de escuchar argumentos distintos, es decir, se requiere flexibilidad, tolerancia y una buena dosis de humildad. Y es que el ego, la vanidad y la soberbia son los mejores aliados del arraigo de los dogmas.

La historia de Galileo es ejemplar en este aspecto. El astrónomo había observado a través de su telescopio las lunas de Júpiter. Pequeñas esferas rotando alrededor del gigante, lo que constituía un ejemplo de cómo cuerpos celestes pueden mantenerse rotando alrededor de uno más grande. Era una analogía que abría la posibilidad de que, efectivamente, nuestro planeta orbitara alrededor del Sol y que no se tratara de un planeta en reposo. Pero cuando los sabios fueron invitados a mirar el fenómeno, sencillamente se negaron, manteniendo así la idea que derivaban de la experiencia diaria, del sentido común, de que la Tierra no se movía.

Y no sólo es sentido común el que es convertido en dogma, es el más común de los sentidos, claro, pero no el único capaz de enraizarse fuertemente. Toda concepción a la que otorgamos el estatus de verdad, si no somos cuidadosos, se convertirá en un obstáculo para nuevos conocimientos.

Por otra parte, la rigidez en las concepciones propias no es privativo de la gente mayor, a quienes se califica de tercos como si fuera una condición normal. Es cierto que con la edad la flexibilidad neuronal disminuye, pero tercos los hay de todas las edades y de todas las profesiones. Hay científicos que se niegan a cambiar sus ideas frente a las nuevas y convierten en dogmas sus creencias. Los hay políticos que prefieren seguir convencidos de sus principios e ideas, ya sea que se deriven del sentido común o de la admiración a algún teórico, que mirar la evidencia del mundo real.