Aunque en algún momento pretérito hubo quien aspiró a la reforma electoral definitiva, la realidad acredita que la dinámica política y el cambio en la sociedad obligan a revisar y valorar periódicamente la posibilidad de introducir las modificaciones factibles ante la aparición o la consolidación de nuevas condiciones que cabe apreciar a la luz de los principios democráticos para el acceso al poder.

El sistema político de nuestro país hinca sus raíces en la génesis de la formación partidaria de los revolucionarios triunfantes. Con el Partido Nacional Revolucionario (1929) y su consolidación, sin demérito del surgimiento del Partido Acción Nacional en 1939, el sistema de partidos giró en torno al partido hegemónico.

Su evolución fue hacia la figura del partido dominante, donde si bien hay diversidad de opciones que la ciudadanía tiene en la boleta electoral, está asegurado el ejercicio del poder a través de los órganos colegiados de representación popular.

Esa diversidad y su representatividad en los resultados comiciales generaron la primera evolución del reconocimiento de un número importante de sufragios de la totalidad del cuerpo electoral, que sin embargo no tenían expresión en el órgano colegiado por excelencia para comprender el mosaico partidario del país. Así surgen en 1963 las diputaciones de partido.

La reforma política de 1977 trajo una evolución fundamental para nuestro sistema electoral: la representación proporcional. Se abandonó la figura de la representación de las minorías, para introducir la idea de que la expresión en las urnas debe reflejarse en el “costo de votos que para cada partido” tiene cada curul, al plantearse la elección de 300 diputados por el principio de mayoría relativa y 100 por el de representación proporcional. Si bien se estableció un sistema mixto con dominante mayoritario, el cambio cualitativo es el faro para la integración de la Cámara de Diputados desde entonces.

Cabe recordar que la reforma de 1977 tenía insertos dos componentes en favor de la conformación de una mayoría absoluta estable en esa Cámara: la posibilidad de que cada integrante del cuerpo electoral votara por la mayoría de su preferencia, y también por la minoría de su predilección (poco explicado y menos entendido entonces, porque la propaganda era para votar por el mismo partido en las dos boletas); y el límite de 100 curules de representación proporcional para los partidos distintos al mayoritario, salvo que dos o más partidos minoritarios obtuvieran el triunfo en 90 o más distritos por el principio de mayoría relativa, porque en ese supuesto sólo se asignarían 50 de las 100 curules de representación proporcional. Es decir, que en la hipótesis básica, la mayoría podría alcanzar 210 curules y las minorías 140 curules o tres quintas partes frente a dos quintas partes.

Estas disposiciones rigieron para tres integraciones de la Cámara de Diputados (1979, 1982 y 1985) y sus extremos no llegaron a darse, pero incluían una cláusula de gobernabilidad implícita.

La reforma de 1986, que incrementó a 200 las curules de representación proporcional e hizo factible la participación del partido mayoritario en su asignación, hizo explícita la cláusula de gobernabilidad. Sobre la base de asegurar la estabilidad en el funcionamiento de la Cámara a partir de una mayoría garantizada, la reforma dispuso que si el partido mayoritario alcanzaba el 51 por ciento de la votación, pero no la mitad más uno de las curules por los dos principios (MR y RP), le serían asignadas curules de representación proporcional hasta alcanzar la mayoría absoluta.

La reforma de 1990 llevó la cláusula de gobernabilidad a su extremo, pues si un partido obtenía -al menos- 35 por ciento de la votación, se le asignarían a sus triunfos de mayoría relativa el número de diputaciones necesarias para alcanzar la curul 251.

Por un breve período, la reforma de 1993 al artículo 54 constitucional desapareció la cláusula de gobernabilidad y la sobrerrepresentación que implica, al señalarse que a cada partido se le asignarían diputaciones plurinominales “en proporción directa con las respectivas votaciones nacionales”, y atarse a ese criterio la distribución de dichas curules cuando la votación obtenida para el partido mayoritario no rebasara el 60 por ciento de los sufragios.

La reforma de 1996 trajo de vuelta una subespecie de la cláusula de gobernabilidad, bajo la inclusión de la sobrerrepresentación factible para la fuerza mayoritaria, al permitir la asignación de diputaciones de representación proporcional hasta por el 8 por ciento superior de la integración de la Cámara, con relación al porcentaje de la votación obtenida; es decir, con el 42.1 por ciento de la votación puede obtenerse la mitad más uno de las curules de la Cámara de Diputados.

Ahora, en la etapa del pluralismo político con elecciones competidas, es preciso contrastar la norma que permite la sobrerrepresentación, con el principio de la igualdad de la eficacia del sufragio activo de cada votante; en otras palabras, si cada curul tiene un respaldo equivalente de sufragios. La sobrerrepresentación otorga un mayor “valor” a los votos de la formación mayoritaria.

¿Por qué unos sufragios van a tener más peso que otros en la asignación de diputaciones de representación proporcional? El postulado de que a cada ciudadana o ciudadano corresponde un voto, necesariamente se distorsiona cuando su traducción en curules produce el efecto de la sobrerrepresentación, en razón del impulso a la gobernabilidad del órgano colegiado.

La norma que permite una sobrerrepresentación en la Cámara de Diputados ha tenido mayores distorsiones a la luz de su aplicación a la votación emitida por las coaliciones electorales convenidas entre los partidos.

Así, en 2015 el PRI y el PVEM estuvieron a punto de alcanzar la mayoría absoluta con 40 por ciento de la votación; en 2018 los partidos de la coalición “Juntos haremos historia” obtuvieron el 61.6 por ciento de las curules con 43.6 por ciento de la votación y en los comicios de este año, no obstante el avance del Acuerdo del Consejo General del INE para atemperar la sobrerrepresentación, la coalición del MRN, PVEM y PT obtuvo el 55.6 por ciento de la integración de la Cámara de Diputados (278 curules) con 47.8 por ciento de la votación emitida.

Si estamos de acuerdo en que la eficacia del voto de cada elector o electora debe ser la misma y no acorde a si la opción seleccionada es la más votada, la sobrerrepresentación del 8 por ciento carece de sustento y es pertinente superarla para que, con base en el resultado de las elecciones distritales de mayoría relativa y la votación emitida a favor de cada partido, la asignación de curules de representación proporcional permita acercar lo más posible el porcentaje de integrantes de la Cámara de Diputados al porcentaje de la votación recibida por cada formación partidaria.

Es tiempo de decir adiós a la sobrerrepresentación.