No es sencilla la función del juzgador, y menos todavía cuando debe resolver en sentencia sobre un tema que divide a la sociedad y trae consigo intensos debates y exigencias. Pero el juez que conoce un litigio está obligado a resolver, contra viento y marea, interpretando la ley a la que está sometido y aplicándola por encima de las voces encrespadas. Debe hacerlo, a sabiendas de que esas voces se elevarán más si no resuelve conforme a las pretensiones de quienes reclaman que los platillos de la balanza se inclinen en cierto sentido.

Recientemente, la Suprema Corte de Justicia ha emitido resoluciones de notable trascendencia. Otras se hallan en la “fragua” y las aguardamos con enorme interés y grandes expectativas. Cada quien las suyas, por supuesto. Algunas contiendas “judicializadas” se relacionan con cuestiones políticas, que tienen al rojo vivo a nuestra República sufrida. Así las cosas, tocó el turno al aborto, cuya punibilidad se puso a debate ante el más alto tribunal de la nación.

Los asuntos que tocan fibras religiosas, éticas, políticas o económicas de gran valor suscitan reacciones extremas y generan vivas polémicas. Sucede, sobre todo, cuando se relacionan con la vida humana y afectan directamente los derechos de un sector muy amplio de la sociedad. Esto es lo que ocurre con ciertos temas que han sido planteados o, mejor dicho, replanteados en los últimos años, como son la suspensión voluntaria del embarazo  –aborto, feticidio, dicen algunos juristas–  y la privación de la vida a solicitud del titular de la vida misma (ciertas variantes de la eutanasia).

Tradicionalmente se ha considerado que el aborto constituye un delito y merece una pena.  Los favorecedores de la incriminación del aborto lo miran como un delito contra la vida, tanto si se comete contra la voluntad de la mujer encinta, como si se practica con la voluntad de ésta y a requerimiento suyo. Sin embargo, desde hace mucho tiempo  –más de un siglo, sobre todo a consecuencia de violencias en escenarios de guerra–  se abrió la posibilidad de excluir de castigo a la mujer que se hiciera abortar. Esta impunidad favoreció a quienes habían concebido a raíz de una violación carnal.

Llegaron también otras causas de impunidad: el peligro de muerte o de grave alteración de la salud de la mujer encinta, que sólo se podría resolver mediante la interrupción del embarazo (aborto terapéutico), o la existencia de alteraciones genéticas o congénitas del producto, que acarrearían gravísimas consecuencias en la vida de quien llegara al mundo en estas condiciones (aborto eugenésico). En otro momento, algunas legislaciones  –las menos–  previeron la exención de pena para la mujer que autorizara o solicitara el aborto por desvalimiento económico, que no le permitiría atender con suficiencia los requerimientos de la maternidad.

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Ninguna de estas causales de impunidad tomaba en cuenta la pura y simple libertad de la mujer para resolver sobre su cuerpo, atendiendo a sus propias convicciones y deseos y a su proyecto de vida. En otros términos, no aparecía en el escenario el derecho de las mujeres a interrumpir el embarazo sin el riesgo de enfrentar una pena y, peor aún, de hacerlo en clandestinidad por personas incompetentes y en circunstancias adversas que ponen en riesgo su vida. Han sido ampliamente difundidas las cifras de abortos clandestinos que culminan en la muerte o la severa lesión de quienes lo sufren en estas condiciones. El problema se manifiesta principalmente, como es obvio, entre mujeres que carecen de recursos económicos para resolver los problemas que derivan del embarazo.

En México se ha discutido con calor el tema del aborto. De un lado se han colocado quienes exigen, al amparo de la protección del feto, el rechazo terminante de la interrupción del embarazo y exigen que la mujer encinta afronte esta situación con entereza y de a luz a su hijo a todo trance. Esta posición tiene en su haber factores religiosos y morales muy arraigados en una parte de la población, no sólo en México, sino en todo el mundo.

Del otro lado se han ubicado, con  fuerza y exigencia crecientes, quienes reclaman el franco y pleno reconocimiento de la posibilidad de que la mujer resuelva sobre su propio cuerpo y su proyecto de vida. Este reconocimiento se expresa como un derecho humano de aquélla, que no se sujeta a la voluntad del poder público ni a la presión de la sociedad.

La disputa sobre el aborto ha culminado en soluciones legislativas diversas, que enfrentan a los grupos contendientes. En 1983 formé parte de una comisión encargada de proyectar el nuevo  Código Penal para la Federación y el Distrito Federal, que sustituiría al antiguo ordenamiento de esta materia, emitido en 1931. Este viejo código sancionaba la interrupción del embarazo por decisión libre de la mujer encinta. El proyecto de 1983, en cambio, abría la posibilidad de reconsiderar el punto con liberalidad, en aras del derecho de la mujer a tomar decisiones sobre su cuerpo. Fue muy atrevida la propuesta, para su tiempo y en las circunstancias prevalecientes en México. Topamos con una resistencia enconada, que amenazaba con frenar la gran reforma penal en marcha. El Congreso reprobaría el proyecto. En consecuencia, el tema quedó en receso, pendiente de tiempos y acciones más favorables.

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En los siguientes años hubo muchas novedades en el debate sobre la liberalización del aborto. Partidarios y adversarios chocaron frecuentemente. Los legisladores y los juzgadores, entre éstos la propia Suprema Corte, actuaron en diversos momentos. En la campaña presidencial de 2018 se planteó de nuevo este asunto, como ha ocurrido en los procesos políticos de numerosos países: los ciudadanos quieren saber la posición de los futuros o actuales gobernantes. Se trata de un tema de enorme relevancia, que obliga a emprender un análisis serio y asumir posiciones claras, responsables, a riesgo de entrar en el escenario del combate.

El tema se mencionó al candidato presidencial triunfante en 2018. No hubo respuesta satisfactoria para ninguna de las corrientes en pugna. El interpelado se refugió en la sugerencia de llevar adelante una consulta popular (como otras que han sido banales o han naufragado) para resolver el punto. No expresó opinión propia sobre el tema que se le planteaba. Su orientación radical, profundamente conservadora, le movió al silencio. Optó por sugerir aquella consulta, sin asumir un punto de vista, como si los temas de derechos humanos debieran zanjarse en consultas populares.

Hace pocos años llegó un nuevo impulso al Distrito Federal, a través de una valerosa reforma al Código Penal, que excluyó de incriminación a la mujer que suspendiera voluntaria y libremente su embarazo antes de que transcurrieran doce semanas a partir de la gestación (artículo 144). Además, se previno que la mujer que solicitara aquella suspensión podría contar con el apoyo del Estado para llevarla a cabo, con procedimientos médicos adecuados que preservaran su salud y su vida. Se había puesto la “pica en Flandes”.

Desde luego, la novedad legislativa adoptada en el Distrito Federal no se recibió con unánime aprobación. Hubo fuertes vientos en contra, que se enderezaron hacia el establecimiento de obstáculos en las leyes del resto del país para impedir soluciones semejantes a la promulgada en la capital de la República. Para ello fueron reformadas varias constituciones locales. Los adversarios de la liberalización se atrincheraron en estas reformas y dieron  –y están dando–  una gran batalla. Sólo Oaxaca e Hidalgo se atrevieron a contrariar este movimiento e inscribirse en la corriente prohijada en la ciudad de México.

Últimamente, como dije al inicio de esta nota, la Suprema Corte de Justicia debió analizar la punición del aborto en relación con una norma del Código Penal de Coahuila, que dispone  –disponía, mejor dicho–, conforme a los criterios tradicionales en estos casos,  sanción para la mujer que suspende voluntariamente su embarazo. Al asumir este tema, la Corte ha actuado como tribunal constitucional, es decir, ha debido valorar el tema a la luz de los valores y principios de la Constitución General de la República, poniendo especial acento en el derecho que asiste a la mujer cuando toma la decisión de abortar. La pregunta puede formularse, en resumen, de esta suerte: ¿compete a la mujer la decisión sobre su cuerpo y su vida, o corresponde al Estado asumir esa decisión y sancionar a quien interrumpe voluntariamente su embarazo?

Puesta en esa encrucijada, la Suprema Corte tomó una dirección plausible, que obligará a los jueces del país, influirá la legislación de toda la República y liberará a las mujeres del yugo penal al que se hallaban sometidas. Es preciso insistir en que esta determinación  –y las ideas y requerimientos que la sustentan–  no significa en modo alguno que el poder público favorezca los abortos y mire con indiferencia el grave problema que éstos entrañan para quienes interrumpen su embarazo y para otras personas en torno a ellas. De ninguna manera. Lo que ocurre es que se ha suprimido la imposición penal que prevalecía y se ha dejado el problema en el espacio de libertad de la mujer. Compete a ésta  –no a la policía, al Ministerio Público o a los jueces penales–  resolver sobre la interrupción del embarazo. Aquí aparece un tema de conciencia, que interesa a la libertad de la mujer. El Estado no se pronuncia sobre lo que cada quien puede y debe resolver. Respeta la decisión y apoya a quien la adopta.

La disputa no ha cesado ni cesará en mucho tiempo, acaso en todo el tiempo, pero México ha dado un gran paso adelante en el camino de la racionalidad y la justicia. Debemos reconocerlo y celebrarlo.