El siglo XXI nació lleno de expectativas. La presunta inminencia de una edad dorada, de progreso y justicia para todos los pueblos, auguraba la distensión en diversos teatros de conflicto y aspiraba a lograr nuevos entendimientos, sustentados en la cooperación, la observancia del Derecho Internacional y en un mismo anhelo de paz. Los platos en la mesa parecían estar servidos. El libre comercio, la democracia, el respeto a los Derechos Humanos y la justicia social, serían consecuencia natural e inmediata del inédito arreglo de la posguerra fría. Se pensaba entonces que la globalización y el avance de las nuevas tecnologías de la información, se traducirían en procesos económicos, políticos y sociales virtuosos y de alcance universal.

Poco duró el encanto, los ataques terroristas en Estados Unidos, España y Francia; el numeroso desplazamiento de personas en distintas regiones y el exponencial aumento de la pobreza y la violencia, alertaron sobre riesgos de ruptura del tejido social y acerca de las consecuencias de conflictos heredados del siglo previo, en el ámbito político-militar y en el capítulo del desarrollo social. En menos de tres décadas, los nubarrones empañaron el optimismo germinal y lo transformaron en desconcierto y temor, un temor que hoy adquiere perfiles críticos por la pandemia de Covid-19 que asola al planeta.

Para corregir el rumbo, todos tienen recetas, aunque de difícil instrumentación. La principal sería dar un golpe de timón a la globalización, para que deje de concentrar riqueza, derrame beneficios en todo el globo, redefina mandatos de las instituciones financieras multilaterales y revierta patrones de consumo suntuario. Al parecer, las propuestas apuntan a la urgente revisión de los componentes éticos del sistema de desarrollo capitalista, habida cuenta de la falla estructural del socialismo real.

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Con una embarcación que hace agua, la crisis sanitaria global parece anunciar el naufragio. La voz de alerta adquiere, sin embargo, una dimensión esperanzadora, en la voz del Papa Francisco. En ocasión del IV Encuentro Mundial de Movimientos Populares, efectuado en línea el pasado día 16, en el que participaron personas de todo el mundo que realizan labores modestas, poco calificadas y diversos oficios populares, el Papa recuperó planteamientos cardinales de la doctrina social de la Iglesia, muchos de estos vigentes desde la década de los sesenta del siglo pasado. Con esa base, se pronunció para que los “poderosos del planeta” trabajen por un mundo más justo, solidario y fraterno, independientemente de cualquier diferencia.

Jorge Bergoglio invitó a “soñar juntos” con un mundo mejor. Con realismo, dijo que los movimientos populares, a los que llama “poetas sociales”, representan a un tercio sufriente del planeta y que, debido a la pandemia, veinte millones de personas más viven con precariedad e indigencia. Enérgico, el Papa fue muy crítico de prácticas monopólicas, de la producción y tráfico de armas, de la manipulación informativa, de la falta de acceso a internet y de las agresiones, bloqueos y sanciones unilaterales, así como del neocolonialismo. Todos los conflictos, dijo, deben resolverse en el ámbito de las Naciones Unidas. Aunque parecería utópica, su postura puntualiza temas de difícil, pero necesaria materialización.

Internacionalista.