Más allá de sus implicaciones propagandísticas, la postulación de una transformación de dimensiones históricamente comparables a las luchas sociales emblemáticas que cincelan la concepción de la trayectoria del pueblo mexicano, constituye una aspiración real que inspira y motiva al presidente de la República. Un parteaguas que lleva al inicio de una nueva etapa que pretende unir simbólicamente a la mayoría de la Nación, al grado de diluir el contrapeso y, en buena parte, casi borrarlo de la sociedad.

Hubo Independencia, pero los modos y los intereses de la Colonia no fenecieron el 28 de septiembre de 1821; hubo Reforma, pero los ánimos y las fuerzas centralistas, conservadoras y clericales no cesaron el 6 de febrero de 1857; hubo Revolución, pero la promesa del sufragio efectivo no apareció el 1 de mayo de 1917, ni la profunda desigualdad social ha dejado de estar presente más de una centuria después.

En esas tres etapas de síntesis social y cambio fue protagonista el recurso de la violencia, pero no sólo en la fase determinante de cada una de ellas, sino durante un buen tiempo posterior. Son, en realidad, transformaciones revolucionarias que debieron recurrir al uso de la fuerza para imponer el cambio y sostenerlo. En sus síntesis dominaban el statu quo y la propuesta renovadora con determinaciones mutuamente excluyentes.

El origen democrático de la presidencia de Andrés Manuel López Obrador y la postulación de su propuesta de transformación en un contexto de pluralidad de mandatos de la misma génesis, así como el establecimiento de principios y normas para el ejercicio del poder con base en su distribución y la legitimidad en el desempeño, hacen inviable -como en las etapas precedentes- la exclusión per se o como resultado natural del triunfo revolucionario.

Ante un mandato democrático, que convive con una pluralidad de mandatos democráticos, así sus facultades y dimensiones políticas sean distintas, la ruta para el establecimiento de la hegemonía transformadora encuentra como un vehículo mejor la polarización; la escisión entre quien está en y con el movimiento y quien por no estar ahí, por adoptar una postura diferente o contrastante, está entonces contra el movimiento y es un enemigo (aunque en el discurso presidencial se use el término de adversarios).

Sin embargo, la polarización no es el objetivo, sino el método, el vehículo, porque el fin es la articulación del eje de la transformación en el presidente-caudillo a través de la concentración de poder. Al postularse la transformación -sin contenido nítido, pero asumamos que fuera la gestión a favor de la población más vulnerable con rangos de absoluta probidad e integridad- y dividirse a la sociedad conforme se haga compromiso o no con ello, la posibilidad de triunfo radicaría en la entrega de todas las capacidades al dirigente político instalado en la presidencia de la República.

Conforme a este objetivo-justificación, la pluralidad estorba por la diversidad de matices que implica y se prefiere la polarización, que es el método para erigir y apuntalar la necesidad del hombre indispensable a quien la concentración de poder le es algo axiomático.

En esta mecánica, que está presente desde antes del 1 de diciembre de 2018 y que se manifestó con la cancelación del proyecto de Aeropuerto para la zona metropolitana de la Ciudad de México en Texcoco, habrá que reconocer que ahora se profundiza en un tiempo nuevo. El que se abrió con el resultado electoral de este año y que rige a partir de entonces y para los 35 meses de la segunda mitad del período 2018-2024.

Por la propuesta de transformación, el tiempo que los cambios -en todo caso- requieren y la ausencia de resultados necesarios para ampliar el respaldo de la ciudadanía en las urnas, ese tiempo nuevo se orienta esencialmente por los escenarios electorales: lograr que se efectúe la revocación de mandato y presentarla como consulta ratificatoria, ampliar los gobiernos locales bajo mandatarios extraídos del Movimiento de Regeneración Nacional y cuidar que la sucesión presidencial aparentemente adelantada se resuelva con ventaja para la candidatura oficial.

En este tiempo vale revisar el objetivo de algunas de las conductas políticas presidenciales. Separemos tres: (i) el ánimo hasta ahora imbatible por generar polémica a través de la confrontación y la descalificación, que muchas veces -me incluyo- ha sido asumida como una táctica de distracción ante la posibilidad de que la sociedad atendiera asuntos más graves o más preocupantes, como cuando se difundió el video de Pío López Obrador recibiendo dinero para las actividades electorales de su hermano;

(ii) la determinación por tomar el control o, de plano, desmantelar instituciones para hacerlas girar en torno a su voluntad y necesidades, sin consideración a sus objetivos y facultades, como ocurrió con la Comisión Nacional de Hidrocarburos y la Comisión Reguladora de Energía, o con el sistema de adquisiciones de medicamentos y material hospitalario para las instituciones públicas de salud; y

(iii) la revisión, rediseño y control de las asignaciones de gasto público en el proyecto del Presupuesto de Egresos de la Federación y su aprobación por la Cámara de Diputados, a fin de asegurar -antes que otra cosa- los recursos para los programas sociales que lo vinculan con las personas que reciben el subsidio y sus familias, para las obras de infraestructura que son emblema de su gestión y para el control político.

Aunque alguien pudiera pensarlo, el enfrentamiento contra la Universidad Nacional Autónoma de México de la semana pasada y ésta no es una distracción, sino una postura ante la institución educativa, de investigación y de difusión de la cultura más sólida del país. Es, en una parte, la advertencia y el rechazo a la pluralidad del pensamiento y la acción consecuente; y, en otra parte, el apetito por el espacio -susceptible aunque equivocado de pensarse- de poder en la obstinación de concentrarlo.

Volvamos a la concentración del poder, los contrapesos y el nuevo tiempo. Entonces, ¿quiénes son los contrapesos? ¿Qué papel van jugando? ¿Pueden ser efectivos?

Primero los institucionales, donde el Ejecutivo recurre a la cooptación, la captura, la descalificación, la amenaza, la distancia y la disminución de recursos bajo la mexicanísima expresión de que según el sapo es la pedrada; pero con un propósito nítido: minar e incluso anular al contrapeso.

Luego los intermedios con vía constitucional para competir por el acceso al poder público a través del voto, donde con la misma baraja erosiona su naturaleza de ser las opciones pensadas y diseñadas para hacerse cargo del gobierno; el propósito es el mismo.

Siguen quienes confunden el medio o la vía que da expresión a la crítica plural a las acciones gubernamentales, con la idea de poderse erigir en un contrapeso institucional o político, donde el Ejecutivo encuentra campo abierto para polemizar ante actores que no le disputan el poder. No hay ni que minarlos, porque no son contrapeso.

Y continúan quienes con legítimo ejercicio de la ciudadanía pero ninguna experiencia real, juegan a erigirse en contrapeso al vincularse con los escalones precedentes; el otro falso contrapeso, el contrapeso partidario que no alcanza a desarrollar su función con la autonomía que requiere y el contrapeso institucional.

Parecería que mientras los falsos contrapesos no se ubiquen y los verdaderos contrapesos no actúen, unos y otros irán atrás en el nuevo tiempo. Aún hay tiempo.