A cada tiempo corresponden las respuestas de la organización política moderna para hacer frente a la atención y satisfacción de las necesidades de la población, a fin de que cada quien lleve a cabo sus actividades en sociedad. El mundo evoluciona y con él también se adecua la forma de hacer las cosas en el ámbito estatal. Las ideas, por lo general, van a la vanguardia y el compromiso para hacerlas realidad o de vivir bajo sus directrices, sigue en consecuencia.

Asombra –que no sorprende– que el gobierno enarbole mediáticamente la propuesta de una nueva transformación –la cuarta– y bajo la pretensión de vincularse con la Independencia (primera), la Reforma (segunda) y la Revolución (tercera), carezca de una idea rectora central y no sólo vea sino que pretenda dirigirse al pasado; al pasado de una etapa de la participación del Estado en la economía que no corresponde al movimiento de las libertades y derechos de las personas en el mundo y a la presente fase de la internacionalización de la economía.

Imagínese usted al conductor de un automóvil que coloca la reversa y mueve el vehículo, pero que retrocede pensando que avanza. Hay movimiento, pero ¿hacia dónde? Cuando se desearía ir hacia adelante, se va al camino ya recorrido y se retrasa el arribo al destino.

La iniciativa presidencial sobre el régimen constitucional de la energía y la participación del Estado en este sector –salvo el tema del litio, que debe contemplarse bajo otros referentes– es una vuelta al pasado y un riesgo para las necesidades de energía de la Nación, su desarrollo y el bienestar de la población.

Colocados en los extremos, entre la ausencia de intervención del Estado en la economía y la participación absoluta como titular de los medios de producción, se desarrollaron los matices y las coloraciones. La discusión dicotómica del mercado sobre el Estado o de éste sobre aquél o, ¿qué papel ha de corresponder al poder público en representación legítimo del interés general?, surge y evoluciona a raíz de la revolución industrial y la producción masiva de bienes y servicios relacionados con el deseo general de propiciar y concretar mejores condiciones de vida para las personas. Y en lo político los modelos contrapuestos: ¿libertades económicas o decisiones estatales?, ¿propiedad pública o propiedad privada y de qué bienes?

En su raíz, el modelo capitalista debe evolucionar, por razones de elemental viabilidad, al surgimiento y desarrollo del Estado de bienestar; libertades sin acceso a la justicia distributiva, no son tales. Y el modelo del llamado socialismo real resultó incapaz de sostener el paso en la división Este y Oeste no sólo por las limitaciones a las libertades, sino por la ineficiencia de la economía centralmente planificada.

La trayectoria mexicana fue cincelando su respuesta con base en la idiosincracia y la experiencia. Una vía propia que buscó entreverar las libertades con los derechos sociales, al tiempo de confiar al poder público la responsabilidad de garantizar unas y promover el beneficio de otros. El modelo de desarrollo económico del Estado postrevolucionario partió de esa amalgama y de asentar las decisiones que fueran pertinentes en el principio de la soberanía nacional.

En esa sólida raíz se asienta la participación del Estado en la economía del país y la adopción de las medidas que se requirieron para hacer realidad el dominio directo sobre “el petróleo y todos los carburos de hidrógeno sólidos, líquidos o gaseosos” (texto original de 1917), o para establecer como actividad exclusiva del poder estatal la prestación del servicio público de energía eléctrica.

Esta última no fue producto de la legislación promovida por el presidente Lázaro Cárdenas o de las decisiones políticas y administrativas del presidente Adolfo López Mateos, pues con la primera el sector privado participaba y con la nacionalización de 1960 se incorporaron al patrimonio público –mediante su adquisición– las empresas extranjeras que proveían el servicio de electricidad, sin prohibirse la concurrencia de los particulares.

La participación exclusiva del Estado se estableció en 1975 con la legislación promovida por el presidente Luis Echeverría. Había concluido el desarrollo estabilizador y también el clima de convivencia entre los sectores público, social y privado para impulsar la inversión con paz laboral y certidumbre en las decisiones gubernamentales. El activismo del sexenio y el deseo legítimo de mejorar las condiciones del pueblo, incrementó las responsabilidades del Estado en la economía y, particularmente, en el desarrollo y funcionamiento eficiente del sistema eléctrico. Es el tiempo de la consolidación del monopolio estatal en el ramo.

Los altos niveles de endeudamiento externo del país, la relativamente baja recaudación fiscal y las crecientes necesidades de gasto para la participación del Estado en la economía desembocaron en un enorme cuello de botella para el desarrollo nacional, que en materia eléctrica se tradujeron en la incapacidad para generar, conducir, distribuir y abastecer el fluido eléctrico requerido por las necesidades económicas y sociales de la Nación.

Sin la electricidad necesaria no hay calidad de vida para las personas –alumbrado público y en los hogares con tarifas accesibles–, ni posibilidades para expandir la planta productiva y los comercios, así como su relación virtuosa con la generación de empleos adecuadamente remunerados.

En 1982 se consolidó una norma conceptual relevante en la Constitución: el régimen económico de nuestro país es mixto porque concurren los sectores privado, social y público, bajo la rectoría estatal para garantizar el desarrollo nacional. Desde entonces incluyó que fuera integral y, en 2013, que sea sustentable.

Nuestro país arribó tarde a la posibilidad de asegurar la energía que requiere para cimentar su futuro, por la idea de que sólo la intervención exclusiva del Estado en ese sector garantizaba el ejercicio eficaz de la soberanía. La falsedad del razonamiento se prueba con la existencia y práctica de otros medios para hacerlo, como la planeación del desarrollo a cargo del Estado y el control y regulación de las actividades de los particulares.

Sin capacidad financiera para invertir lo necesario por la crónica debilidad de la recaudación y la prudencia en la contratación de crédito público, la inversión de los particulares bajo la rectoría y la regulación del Estado constituyen instrumentos válidos y pertinentes. Y si, además, hemos asumido compromisos en la comunidad internacional ante los efectos del cambio climático, a fin de disminuir la huella de carbono derivada de generar electricidad, sólo con la concurrencia de los particulares podrán sustituirse a tiempo las fuentes contaminantes por las limpias.

Concentrar en la CFE todas las actividades inherentes a la prestación del servicio de energía eléctrica y, a su vez, otorgarle las facultades regulatorias, es conducir hacia el pasado.

Cuando en el mundo –y con razón– se propone ganar el futuro con la transición energética, el Ejecutivo Federal plantea que esa transición sea responsabilidad del Estado, cuando ya lo es y nadie lo ha controvertido, e ir en busca del pasado e cumplir nuestra responsabilidad ambiental con la humanidad.