En las democracias modernas ha estado presente el debate entre la inteligencia y el poder; entre el pensamiento y la acción política; entre las ideas y la práctica de la gestión pública. En abstracto, son dos universos con coordenadas y asideros distintos. En un extremo imperan la duda y el cuestionamiento constantes para ir en pos de la verdad con base en la libertad, y en otro domina la voluntad por lograr que los demás se comporten y realicen tareas para una causa que subordina incluso su propia voluntad.

En esa dicotomía está presente la tensión entre la libertad y la obediencia.

Ilusorio pensar que uno y otro universos pueden transitar desvinculados o disociados. Al contrario, se implican mutuamente; en la realidad, el poder necesita de la inteligencia y la inteligencia necesita del poder. Y no me refiero al compromiso político asumido por la inteligencia, ni a la inteligencia requerida por el ejercicio político, sino a las condiciones básicas para realizar y desarrollar la vocación intelectual y a la aspiración válida y entendible del poder por alcanzar la legitimación —en lo general— de la inteligencia.

Toda vez que el trabajo intelectual descansa en la libertad de pensamiento, la libertad de enseñanza e investigación, la libertad para ir en busca de la verdad con rigor metodológico, la libertad para expresar el análisis crítico de las cosas y la libertad para confrontar ideas, aspirar a convencer y estar dispuesto a ser convencido con palabras y razones, no cabe someterlo a los ritmos y designios marcados por la complacencia del poder. Dejaría de cumplir su función social más amplia.

En nuestra sociedad, plural y diversa, a partir de prolongados y continuos esfuerzos de inversión pública se han desarrollado instituciones a cargo de promover la generación de la intelectualidad que requiere el desarrollo del país; de fomentar la formación de profesores, investigadores y pensadores en todas las ramas del conocimiento.

Ahí están las instituciones de educación superior, como la Universidad Nacional Autónoma de México y el Instituto Politécnico Nacional, en sitiales que distinguen y prestigian al país; el Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT) para implementar una política pública integral de formación profesional, investigación científica e innovación tecnológica; y los centros públicos de investigación, como el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y el Centro de Innovación Aplicada en Tecnologías Competitivas (CIATEC), por ejemplo.

Lamentablemente, la polarización política que emana de la retórica del presidente de la República y la descalificación a quienes plantean ideas o propuestas distintas, que para algunos podría ser válido o necesario en la arena política —aun cuando el jefe del Estado debe equilibrar su propuesta de parte, con la responsabilidad de gobernar para todos— ha desbordado dicha arena y hace rato ha invadido los espacios de la formación y desarrollo de la inteligencia que requiere nuestro país: las instituciones públicas de enseñanza e investigación vinculadas al CONACYT.

Primero fue la desaparición de los fideicomisos públicos diseñados para asegurar los recursos financieros que requiere la adecuada ejecución de sus tareas, incluida la certidumbre de los recursos necesarios para el desarrollo y culminación de las investigaciones en marcha y los ingresos de quienes las llevan a cabo.

Después fue la revisión de los programas y las tareas comprometidas al reintegrarse los recursos fideicomitidos a la Tesorería de la Federación.

Y más tarde la integración de investigaciones y la solicitud de órdenes de aprehensión y la prisión preventiva de oficio para 31 integrantes de la comunidad científica por la gestión de recursos públicos que la ley ordenó fueran administrados y erogados por una asociación civil para cumplir objetivos públicos y sobre los cuales se rindieron y auditaron las cuentas correspondientes.

Recientemente —el 5 del actual— se ha producido un nuevo ataque a la labor intelectual, con la destitución de Alejandro Madrazo Lajous como Director de la Sede Regional Centro del CIDE, bajo el señalamiento de la “pérdida de la confianza”. Con independencia de este concepto para dar por terminada una relación de trabajo y su elasticidad en favor del empleador, pues en las labores a cargo del personal de confianza basta con que se afirme unilateralmente dicha situación, no parece haber ninguna justificación para invocar la figura ante la trayectoria, desempeño, logros y proyección que el doctor Madrazo ha dado al CIDE y, particularmente, a la sede ubicada en la ciudad de Aguascalientes.

La acción emprendida por José Romero Tellaeche, Director interino del CIDE, parece, más bien, relacionada con un reproche extremo o una descalificación desorbitada a la expresión pública de Alejandro Madrazo en favor de la estabilidad laboral de los profesores de las llamadas cátedras CONACYT en general y, en particular, del plantel entonces bajo su dirección.

Y, aún más, parece una acción vinculada al cambio ocurrido a principios de agosto último en la Dirección General del CIDE, cuando se produjo la renuncia anticipada de Sergio López Ayllón y el nombramiento del actual Director interino.

¿Entre este cambio y la determinación de la “pérdida de la confianza” medió el tiempo suficiente para conocer, evaluar y definir esa consecuencia? Más bien se aprecia una especie de sanción, pues se retiró del encargo directivo a quien ha sido un pensamiento y una voz crítica de distintas propuestas y decisiones gubernamentales, como el planteamiento original del Ejecutivo Federal para la creación de la Guardia Nacional como un cuerpo militar a cargo de funciones de seguridad pública, o la iniciativa y emisión —en el sexenio anterior— de la Ley de Seguridad Interior, con razonamientos homólogos: las tareas de seguridad pública deben estar a cargo de instituciones civiles bajo parámetros de formación y actuación de sus integrantes que se apeguen estrictamente al régimen de derechos humanos del orden jurídico nacional.

Madrazo Lajous es un hombre libre, un pensador libre que ha hecho de la reflexión y de la crítica su contribución al diagnóstico de la realidad nacional que ha estudiado y sistematizado con disciplina y rigor científicos, a fin de sustentar opiniones y propuestas.

¿Debe quien enseña en una institución pública sojuzgar su inteligencia a las directrices y deseos del poder? ¿Lo debe hacer en la realización de sus investigaciones? ¿Ha de hacerlo cuando tiene funciones directivas en el centro académico a su cargo? ¿A quien colabora en una institución pública educativa ha de exigírsele que adopte el pensamiento del gobierno y se avoque a construir y reforzar esas ideas?

El propósito de someter a la inteligencia y acotar la libertad de las instituciones educativas y de investigación es propio de los regímenes autoritarios. Así como el poder puede sucumbir ante la lógica de la obediencia para imperar, la inteligencia requiere de la lógica de la libertad para florecer. Si el monopolio o la concentración del poder no son deseables y por eso cayeron los absolutismos, el monopolio de las ideas es imposible. Siempre alguna persona dudará, cuestionará, expresará su pensamiento y logrará convencer a otras.